OPINIÓN
Toros y pan
No hemos cambiado nada. Nos siguen enseñando el capote para que embistamos, para que entremos al trapo y para que no veamos más que lo que quieren que veamos»
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Que a Jacinto Benavente le gustaban más los toreros que los toros, es algo que sabía hasta el mismísimo Franco –a quien tanto admiró al final de su vida– porque si algo no escondió el Nobel de Literatura fue su homosexualidad, como tampoco escondió sus ... devaneos políticos que le llevaron a ser desde diputado del partido Liberal-Conservador, dentro de la fracción maurista, hasta fundador de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética –con García Lorca y Concha Espina– para acabar siendo el erudito oficial del régimen franquista. Ya ve, lo moderno tiene ya casi cien años. A García Lorca, sin embargo, sí que le gustaban los toros. Llegó a escribir que «el toreo es probablemente la riqueza poética y vital de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación pedagógica que nos han dado», la cita, larga y complicada, precede a su declaración final «creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo». En el canon poético de la generación del 27 figura el «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» como una de las elegías más hermosas de la literatura española, «eran las cinco en punto de la tarde». Alberti, el comunista, fue incluso más allá y el 14 de julio de 1927 se vistió de luces e hizo el paseíllo en la plaza de Pontevedra. Luego, en el exilio, recordaba haber asistido a todas las corridas que pudo, e incluso viendo torear a Luis Miguel Dominguín en Venezuela le escribió «¡Oh, gran torero de España!».
No fueron los únicos. Un poco antes, Ortega y Gasset, el filósofo, confesaba que «hubiera cambiado mi fama por la gloria que solo es dable a los matadores de toros» y un poco después Picasso, el del Guernica, decía que lo que más echaba en falta en su exilio francés eran las corridas de toros. De una u otra manera se declararon amantes de la llamada ‘fiesta nacional’ Ernest Hemingway, Bergamín, Dámaso Alonso, Borges, y hasta los Nobel de Literatura Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Juan Ramón Jiménez y Vicente Aleixandre.
Lo cortés, en este caso, no quita lo valiente, ni siquiera en el ruedo. Pero en el tendido de enfrente también se encuentran apasionados anti taurinos como Quevedo –¡ay, tan español él!– que en su Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos recoge su desprecio por estos festejos. O Fernán Caballero, que se definía a sí misma como tradicionalista, monárquica, católica, conservadora y antitaurina –uy, uy, uy– o la gran Pardo Bazán que en cuanto podía se apresuraba a denunciar una fiesta que consideraba aberrante e inhumana e «impropia de un país al que tanto amo». Por no hablar de Giner de los Ríos, Unamuno –que quiso ir un poco más lejos, «no creo que trajera trastornos de ninguna clase la supresión de las corridas y sí muchos beneficios»–, Pío Baroja, Machado –Antonio, claro–, Miguel Hernández…
En fin, que nada hay nuevo bajo el sol, aunque lo parezca. Que en este país, de toda la vida de Dios –incluso de antes de la Reconquista, cuando esto no era un país y eran otros los dioses– lo de las corridas de toros ha sido una moneda de cambio más habitual de lo que creemos. Y es normal, después de todo, porque la dicotomía forma parte de nuestro código genético. Blanco-negro, dentro-fuera, arriba-abajo, izquierda-derecha… toros o no toros. Toros frente a no toros, la España maja frente a la petimetra, la España-España frente a la España que se rompe, y cosas por el estilo.
Hemos aprendido muy poco porque hemos leído muy poco, dicho sea de paso. En 1805, Godoy, Generalísimo de uno de los Borbones más odiados, prohibía las corridas de toros en España, prohibición que fue levantada por José I –Bonaparte y nada español– y aplaudida con célebres festejos en toda España y con una memorable corrida de toros en El Puerto de Santa María a la que acudieron Wellington y Agustina de Aragón, vestida de teniente –¡qué cosas! dirá usted–. Pan y toros lo llamó León de Arroyal, unos años después –aunque todo el mundo se lo atribuye a Jovellanos– en su Oración apologética en defensa del estado floreciente de España: «Haya pan y haya toros y más que no haya otra cosa», decía el ilustrado criticando la costumbre política de distraer al pueblo para que siempre se fije en el dedo y no en la luna.
No hemos cambiado nada. Nos siguen enseñando el capote para que embistamos, para que entremos al trapo y para que no veamos más que lo que quieren que veamos. Para que suene el pasodoble «que hace alegre la tragedia» –que cantaba la más Grande- y nos dispongamos a recibir la suerte de banderillas.
A mi, como usted comprenderá, lo que menos me preocupa a estas alturas es que se dicten leyes que protejan la tauromaquia –y la caza–, como si fueran bienes preciados o en riesgo de desaparición; lo que menos me preocupa, en términos generales son los toros, pero el pan, qué que quiere que le diga…
Porque no solo de pan vive el hombre, es cierto. Pero tampoco de fiestas, por muy nacionales que sean.