Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

The time machine

Oficialmente el futuro es ya pasado.

YOLANDA VALLEJO

Oficialmente el futuro es ya pasado. Tan pasado que, a pesar de que esta madrugada hemos vuelto atrás una hora, y a pesar de que andamos hoy con ese deja vú de no saber muy bien si comer o no a la hora prevista por el almanaque biológico, desde el jueves 21 de octubre la realidad ha vuelto a superar a la ficción y el futuro, oficialmente, ya es pasado. Cuando Marty McFly y Doc Emmet Brown se metieron en aquel destartalado coche fantástico que los trasladaba a un futuro de película mala, usted y yo éramos aún unos críos que merendábamos series y telefilmes en los que el futuro se vestía de plateado y de automóviles voladores, de teléfonos inalámbricos y de tecnología del más allá; mucho más cutre de lo que después ha sido, desde luego. En aquellos finales de los ochenta, mientras en Estados Unidos se fabricaban en serie sagas eternas de cine de evasión, en España aún no se hacían películas sobre la guerra civil porque la industria cinematográfica española de aquellos años seguía perdida en una especie de delirio psicosocial de perros callejeros, Eloy de la Iglesia y de versiones literarias de dudosa resistencia al tiempo. El futuro, por eso, seguía viniendo de América. Y la trilogía de Robert Zemeckis -malísima, todo hay que decirlo- nos llenó la memoria de coloridos objetos de un mañana que ya ha pasado.

Luego, o antes, o durante, leímos The Time Machine, en versión original, por supuesto -igual que el Brave New World de Huxley- que para eso fuimos los primeros conejillos de indias en la enseñanza del inglés en los colegios, y nos hicimos todos viajeros del tiempo, que como usted ya sabe, es la opción más barata del exilio. Es otro de los recursos de la memoria, que ya lo profetizaron Jorge Manrique y su «cualquier tiempo pasado fue mejor»; cuando uno no puede escapar de su presente y siente amenazado su futuro, suele instalarse en el pasado. Y esto no solo ocurre a título individual sino que la memoria colectiva suele montarse en la máquina del tiempo y darle a la palanca cada vez que la cosa pinta extraña.

Los historiadores -los de verdad, no los de solapa de libro ni los que simplemente pasaron por las aulas de la Facultad- dirían que el progreso no es más que la sucesión de distintos movimientos de evolución y de involución, y que después de una afortunada travesía con el viento en popa toca replegar velas durante un tiempo. Que el progreso es similar al avance de un gusano, un pasito para adelante y dos pasitos para detrás. Debe ser así, porque de otra manera no se entiende ese viaje en el tiempo que nos ha instaló no hace mucho en los años cuarenta de altares de culto y procesiones, de matrimonios de orden y de caridad disfrazada de asuntos sociales. Y tampoco se entendería ese otro viaje que estamos iniciando a los años sesenta de asambleas e indigenismos culturales. Qué quiere que le diga, siempre tengo la sensación de haberlo vivido ya.

Tal vez porque todo está en los libros, y trabajo con ellos en un lugar donde habita el tiempo. El de ayer que no conocí, el de hoy que apenas conozco, y el de un mañana que no conoceré. Ayer precisamente se celebró el día internacional -odio la institucionalización en los calendarios- de las Bibliotecas. Un día como otro cualquiera, porque en este país no existe una cultura bibliotecaria, por mucho que existan leyes y redes y sistemas y todo lo que quieran. Muchas son las razones de esta incultura bibliotecaria, quizá la respuesta otra vez -como en nuestra futurible infancia- esté en el cine. Piense, si quieren, en cualquier película norteamericana -en la que sea, se sorprenderá- incluida Regreso al Futuro. En todas aparecerá una biblioteca. Para resolver un crimen, para encontrar el amor, para recuperar la memoria, para hallar tratamientos alternativos a una enfermedad o para salvar al mundo de una catástrofe. Piense ahora en cualquier película española. Bares, estadios de fútbol, cárceles, lo que quiera. ni una biblioteca.

Cuando una civilización se destruye las primeras víctimas se cuentan por volúmenes -de Alejandría a Mosul y a Siria-aniquilando para siempre su memoria, y cuando nace una nueva nación el primer hijo y el más deseado es su biblioteca -incluso en la masacrada Iberoamérica, ya ve. No tenemos conciencia de ello, quizá porque andamos subidos en una peligrosa máquina del tiempo que no sabemos a donde nos lleva.

No sabemos a donde vamos, pero sí tenemos posibilidad de saber de dónde venimos. Más allá de los planes de estudio, más allá de los cuidados paliativos para el riesgo de exclusión, está la regeneración social. Una regeneración que urge casi tanto como el hambre y el frío, porque no hay mayor pobreza que la de espíritu. Una sociedad sin formación es una sociedad desinformada y una sociedad desinformada es tan imprevisible como las partículas que observaba Heisenberg.la incertidumbre.

Los libros nunca se han llevado bien con el poder, y leer, dice Alberto Manguel, será en el futuro no solo un acto de rebeldía, sino también un acto de supervivencia, porque la lectura enseña a pensar, y no hay nada más peligroso para el poder que un pueblo que piensa. Lea y adelántese al futuro. Tal vez cuando llegue, no nos coja por sorpresa.

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