Ramón Pérez Montero - OPINIÓN
Tiempo
Debo agradecer a Fernando Belizón, ex-director del Real Observatorio de la Armada de San Fernando (ROA), la realización de un deseo largamente postergado
Debo agradecer a Fernando Belizón, ex-director del Real Observatorio de la Armada de San Fernando (ROA), la realización de un deseo largamente postergado. Rendir visita a este lugar dedicado durante más de doscientos años al cultivo de la ciencia. Lo hago en compañía de un grupo de amigos, guiados de la palabra cordial, pero no reñida con un profundo conocimiento de la historia de la institución y de la labor que aún hoy en día se continúa desarrollando, de Cristina Pina.
La actividad del ROA alcanza diversos ámbitos, la preparación científica de los oficiales de la Armada, el estudio y control de la actividad sismográfica o la confección de las efemérides anuales, pero sin duda la que me resulta más atractiva es la de la custodia y difusión del patrón nacional del tiempo. Es decir, establece la hora legal española UTC en coordinación con otros 75 laboratorios mundiales.
Por tanto, la labor primordial del ROA consiste en tratar de atrapar el pez más escurridizo de todos aquellos que nadan en nuestra conciencia: el tiempo. Para ello utiliza una primorosa red tejida de haces de cesio y un máser de hidrógeno activo que lo capturan con una precisión que no suele diferir en más de dos nanosegundos de la media establecida por el resto de laboratorios, según nos informa Cristina.
La precisa vibración del átomo de cesio, mantenida aún más estable por el de hidrógeno, difiere bastante de ese otro tiempo regido por el movimiento de la Tierra en torno al Sol, que es el que establece el patrón horario para nuestros organismos de seres alimentados por la luz. Como este es el que debe prevalecer en última instancia porque nos va la vida en ello, el tiempo atómico ha de rendir su precisión al desfase astronómico con los correspondientes ajustes anuales. A este último se le asigna, pues, la misión de mantener nuestros ritmos circadianos vitales, y al atómico la tarea burocrática de velar para que, por ejemplo, las compañías telefónicas no nos timen también en la facturación de las llamadas.
El problema filosófico estriba en decidir cuál de los dos miden con mayor fiabilidad el transcurso del tiempo. En mi opinión tanto el uno como el otro establecen un patrón cíclico, mientras que nuestra conciencia camina convencida de que sigue la dirección de una flecha en el tiempo. La Tierra da vueltas como una peonza alrededor de nuestra estrella y la radiación oscila entre los niveles hiperfinos del isótopo 133 del átomo de cesio, ambos ajenos a las categorías de presente, pasado y futuro que rigen nuestra existencia. Vivimos convencidos de que existe un momento presente, un tiempo pasado cuya custodia corresponde a una desordenada bibliotecaria a la que llamamos memoria, y un horizonte de futuro plagado de sorpresas pero cuya naturaleza azarosa puede ser en buena parte corregida en base a una adecuada planificación.
Frente a los cálculos precisos de la ciencia cuyas ecuaciones, tanto en su vertiente astronómica como atómica, ofrecen los mismo resultado independientemente de la dirección del tiempo, nosotros vivimos aferrados al convencimiento metafísico de que el tiempo avanza desde un principio hacia adelante, lo cual no deja de ser una fantasía que, como casi todas las nuestras, nos ayudan nada menos que a vivir.
Le otorgamos un sentido lineal al tiempo gracias a que manejamos un lenguaje. Las categorías temporales del presente, pasado y futuro, están sustentadas sobre el andamiaje del habla. Pero también las palabras son burbujas de espuma que crea nuestra conciencia.