Francisco Apaolaza
El tiempo
Resulta formidable toda la energía que dedicamos al tiempo de otras regiones
Solo una sociedad tan compleja como la nuestra puede torturar a sus ciudadanos con técnicas tan desarrolladas como la de hablarle constantemente del tiempo. Del tiempo que hace, no del que pasa, que ese ya tiene más miga. Dedican en televisión los mismos minutos a la cura del cáncer, al murmullo del latido de las ondas gravitacionales del universo (que son tan Battiato), que al tiempo que hace en Murcia. Tal vez los arqueólogos e historiadores del mañana acuerden por consenso señalar como una señal del declive del imperio de nuestra civilización a los años en los que las televisiones comenzaron a extenderse en los avatares del clima, la era en la que cualquier cambio en el tiempo es noticia: si el invierno tarda en llegar o acaso es temprano, si el otoño viene remolón, si el calor se hace esperar o si, en cambio, el verano en San Sebastián este año por fin cayó en jueves, como predijo una vez mi padre.
Resulta formidable toda la energía que dedicamos al tiempo de otras regiones. Asistimos asombrados a un espectáculo en el que en Málaga hay gente en los chiringuitos en junio o en Cádiz, en octubre, aún está poblada la playa Victoria. Desfila por las pantallas un rosario replicante de tipos que habitan en imágenes de archivo y que cada año saltan a este mundo a decir que el agua del mar está aún frescachona en marzo, pero que no pueden ya con las ganas de verano, bañador y chiringuito, que se han tenido que poner una rebequita en febrero, que hace viento en Cádiz o que han tenido que poner las cadenas en el ascenso a Sierra Nevada un quince de enero.
No importa que estos sucesos se den desde el albor de los tiempos porque son noticia y allí mandan cada semana, cada día, cada hora, a un corresponsal a manosear con torpeza adolescente la realidad y a hacer acrobacias para volver a narrar con arrojo de reportero de guerra el hecho de que en el puerto de Opakua, en el País Vasco, hayan caído seis centímetros y resbalen los camiones.
Llueve, frío, nieve, etc. Los desiertos están secos y los mares húmedos. También hay olas. Nadie va más allá. Nadie asalta la poesía y recuerda al navegante Carlos Etayo en el hostal Burguete junto a Roncesvalles una noche de ventisca y medio metro de nieve, mirando por la ventana y gritando «¡Viento Sur! ¡Viento de palomas y de mujeres!» Ni siquiera intenta nadie decir nada, cualquier cosa, por ejemplo, que las estrellas de brazos largos de hielo, esas estrellas de Navidad que se extendieron en la madrugada de ayer sobre el cristal del coche del reportero son la señal de un tiempo que se congeló en la Alcarria, que el horno de los Soriano que se asoma al Tajo humeante a su paso por Trillo, no calienta porque dejaron de hacer pasteles empiñonados pues ya no queda nadie en el pueblo para comprarlos. Solo cuentan que el termómetro marca ocho bajo cero. Que hace frío. Anuncian en exclusiva que hiela en invierno y alguien manda una foto de la escarcha.
A nadie se le ha ocurrido dar el tiempo en un campamento de refugiados de Turquía.
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