Francisco Apaolaza
Tarde de toros
Abrió los ojos y al levantarse sintió cierta picazón en las yemas de los dedos y notó que era más pronto que de costumbre.
Abrió los ojos y al levantarse sintió cierta picazón en las yemas de los dedos y notó que era más pronto que de costumbre. Desde que era San Isidro, el aire le servía menos. Esa tarde iba a los toros. Pensó en la plaza de Las Ventas con su ladrillo rojo y sus fachadas grandonas y le resultaba un espacio de una naturaleza distinta a los demás espacios, como si sus formas fueran las justas y todo –los ladrillos, la concentricidad de las rayas de los tercios, hasta el ángulo con el que cuelgan las banderas– estuviera dotado de alguna proporción áurea. Si era cierto que en algún momento llegaría la hora de la verdad, ese sería el sitio de la verdad.
En los días de toros, el mundo brillaba con otra magia, como si los versos de los poemas y los estribillos de las canciones tomaran significados nuevos y desvelaran matices hasta ahora desconocidos. El aire tenía otra densidad diferente y hasta las pelusas de las chopas que toman el aire de Madrid en primavera flotaban sobre la calle Alcalá en trayectorias aparentemente ordenadas como códigos aún desconocidos. Las vio desde la cama, moviéndose a través del cristal en su gracioso ballet de coreografías casi orientales, como si quisieran darle un mensaje inalcanzable. En ese momento, se levantó de la cama impulsado por el vértigo asfixiante.
Las dudas eran un velo en la mirada. Todo parecía desvanecerse. En el espejo del baño de la habitación que en ese momento le resultaba tan extraño, sobre aquellos mármoles que parecían las paredes de la morada de otro, se veía a sí mismo tropezando. ¿Hasta qué punto tenía sentido aquella apuesta? El mundo que había construido, pensó, estaba a punto de convertirse en escombros. Qué sentido tenían la utopía soñada y los ánimos que susurraban los amigos aquellos días. Qué sentido tenía cualquier paraíso si no estaba cerca de su hija. Ella estaría volviendo del colegio en ese momento, imaginaba su cuerpo caliente y el olor a nuevo de su cuello y cómo le hundía la nariz en el pecho cuando le abrazaba y le decía «papá» como si en el mundo no hubiera otra cosa, y de veras que no la había. Su cara enmarcada por los finos cabos de su pelo le rondaba los sueños desde la víspera y la presencia del rostro de la niña, sonriente, ajena a la tormenta que llevaba él prendida en el pecho como un chaleco explosivo, se le hizo tan recurrente que lindaba el dolor. En un instante, el mundo entero estaba ocupado por el rostro de su hija y al momento siguiente, se desdibujaba y solo quedaba la posibilidad de no volver a verla. Entonces, el tiempo comenzó a pasar muy rápido como en una borrachera. Por la ventana fue aumentando el ruido de la calle, como si Madrid atardeciera de golpe y cuando las buscó, ya no estaban las pelusas de las chopas de la Calle Alcalá. Se había levantado el viento. Salió de la habitación sin mirar y se tiró al ascensor. Él ya no estaba allí. Estaba con su hija. Se abrieron las puertas y entonces, cuando cruzaba el lobby del hotel como delante de un pelotón de fusilamiento, sintió que todo el aire del mundo era poco. De reojo, al pasar miró las facciones del recepcionista del hotel transformadas por el miedo atroz de su apuesta terrible y escuchó su mensaje: «Suerte, matador».