OPINIÓN
Los sucios ojos de María Romay
Una minoría de feministas radicales se creen con derecho a juzgar y condenar a una inmensísima mayoría de hombres respetuosos con las mujeres
Pues nada. Que están empeñadas las feministas radicales en meternos a todos en el mismo saco. A todos los hombres, quiero decir. El hecho de que una pandilla de desalmados viole en manada a una joven en San Fermín o que cuatro futbolistas aficionados abusen de una menor es sencillamente repugnante. Delitos execrables contra los que la justicia tiene que actuar con la mayor de las durezas. Quien la hace la tiene que pagar. Pero de ahí a que en los últimos tiempos todos los hombres seamos sospechosos de no se sabe muy bien qué, dista un mundo. Afortunadamente, se pongan como se pongan las feminoides radicales, los hombres de esta calaña son los menos. Y no hablo de la violencia de género, que es uno de los grandes problemas sociales no de ahora, si no de la historia de la humanidad. Hablo de las acusaciones veladas que se esconden bajo esas absurdas expresiones como el heteropatriarcado o la ‘cosificación’ de la mujer. Incluso de la tontería de las portavozas. De un tiempo a esta parte, todos los hombres somos sospechosos de acosar, de mirar mal, con ojos libidinosos. De no respetar a las mujeres, en definitiva.
Y mire usted, no. Por ahí no podemos ni debemos pasar. Personalmente, siempre he tratado a las mujeres con el mayor de los respetos. Jamás he acosado a ninguna por la calle, ni en un autobús, ni en ningún otro sitio. Y estoy seguro de que la inmensísima mayoría de ustedes tampoco. Y la inmensisisissísima mayoría de los hombres de su entorno. Por supuesto que hay excepciones. Como en todos los órdenes de la vida. Y hay que luchar contra ellos. Todos juntos, hombres y mujeres. Pero no nos metan a todos en el mismo saco. Mujeres como Irene Montero o las concejalas gaditanas Ana Camelo y María Romay, en su buenismo impostado, en su intento de adoctrinarnos, están haciendo un daño terrible a la sociedad. Porque son cargos públicos y están en la obligación de medir las consecuencias de sus actos y sus palabras.
Por supuesto que María Romay es libre de ir vestida como le dé la gana en Carnavales. Tan libre como yo para pensar que su disfraz es de una ordinariez suprema. Sin más, sin dobles lecturas. Una horterada. Pero sobre todo, tan libre como cualquier chica de su edad que quiera ganarse la vida siendo azafata en un circuito de carreras. Derecho que otras mujeres como ella les han arrebatado. En lugar de crear la figura del azafato, que sería la verdadera igualdad, toman la medida más radical. Al fin y al cabo ese radicalismo es el que llevan en su ADN. Propiciado por el odio que tienen dentro hacia todos los hombres por el mero hecho de serlo. Son ellas las que tienen los ojos sucios. Una mínoría de mujeres radicales frente a una inmensa mayoría de hombres respetuosos. E insisto, ya no son cuatro activistas mal contadas.Son mujeres con cargos públicos. Lo cual convierte este asunto, además de en una injusticia, en un peligro.
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