FRANCISCO APAOLAZA
El ‘sorpasso’ de Isabel Preysler
En los toros hay que saber hasta sentarse
En los toros hay que saber hasta sentarse. Estaba la semana pasada Curro Romero en Las Ventas en la postura justa, erguido sin orgullo, atento sin cargar los hombros, grácil, perfecto en su ancianidad, como si el mundo entero fuera a su escala, a su medida, como si las proporciones del universo se hubieran concebido en fórmulas secretas que siempre terminaran por resolver a su favor. Romero, al que mi tío Huberto –que lo quiso tanto– bautizó como ‘El último mohicano’, es un ser de luz y lo saluda todo el mundo porque mira desde dos ojos redondos y benévolos y cuando le dan la mano es como si se la dieran al mismísimo Dios. Dicen los que no lo entienden –existen, pues tiene que haber en este mundo– que Curro no habla mucho porque es una persona adusta, y no. Si no habla más es porque no le hace falta, porque lo dice todo de otras maneras. En Las Ventas, la gente llega a manosearlo y Curro, que es un hombre bizcochable, nunca les hace un mal gesto. Otros le dicen cosas de lejos y algunas son afortunadas. Un tipo que circulaba por delante de él en el pasillo del tendido ocho lo vio y le dijo a su hijo: «Mira, por aquí tendríamos que pasar de rodillas». Yo a Curro le brindaría un toro por enseñarme lo que es saber estar en la vida, por el sentido de la medida –en esto, por desgracia he sido un pésimo alumno, el peor de los subalternos–, y también por mostrarme que la magia es furtiva, pero que es magia.
Saber estar es importante, no solo en las redes sociales. El martes, en Las Ventas, con un viento del demonio, pasó algo con un brindis. Siempre ocurren cosas con los brindis. Cuentan que Manolo Montoliú le avisó al Soro de que en barrera se sentaba el matador Marcial Lalanda, y que quiso brindarle, pero lo confundió con Camilo José Cela, al que dedicó la faena «por lo que ha supuesto para todos y por el quite de la mariposa». Pueden imaginarse las caras de los presentes. El martes, en la contrabarrera del ocho había un tipo con una llama de peluche para tirársela a Andrés Roca Rey, que es un peruano valeroso, joven, volátil, extraño y altivo como un quetzal, y se volvió a casa con la llama en la mano porque no prendió el triunfo. En Las Ventas había dos llamas, ésa y la famosa llama del amor que han encendido en tiempo de descuento Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler, sentados esa tarde en unas barreras junto a Jorge Edwards. David Mora, al que quizás la vida devolvió esa tarde todo lo que le había quitado antes, le brindó uno de sus toros a Máximo García Padrós, el médico de Las Ventas. En el otro, se acercó al Nobel con la montera en la mano derecha para dedicarle la muerte de su segundo toro y se levantó primero Isabel Preysler, como si se lo estuviera ofreciendo a ella. Eso fue un ‘sorpasso’ y no lo de la izquierda española.