HOJA ROJA
Si a tu ventana llega una paloma
Que conste que ya lo decía el Yuyu en 1997 –sí, ha leído bien, hace 22 años-, «es triste y dura la vida de los palomos porque hace años que no me como un bistec de lomo»
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Que conste que ya lo decía el Yuyu en 1997 –sí, ha leído bien, hace 22 años-, «es triste y dura la vida de los palomos porque hace años que no me como un bistec de lomo», cuando las palomas gaditanas iban de plaza en ... plaza en busca de sustento. Una amable ancianita que les echara miguitas de pan, algún encantador niño con su paquete de gusanitos, en fin, una estampa bucólica que seguro que usted también tiene enmarcada en alguna parte de su baúl de los recuerdos, cuando no en el mueble bar de la casa de sus padres. De hecho, en la plaza de España, el puesto de chucherías se mantenía a costa de los paquetes de maíz que los incautos papaítos de entonces entregaban a sus infantes para captar la instantánea justa en la que un palomo se posaba en sus rizos, o se acercaba a la regordeta manita del niño. Claro que entonces los palomos estaban sanos –o eso creíamos- y conocían perfectamente los límites de su mundo y las normas de convivencia con los humanos. Tenían demasiado cerca, eso sí, el recuerdo de más de un pariente que acabó en la olla del puchero –la dieta postguerriana gaditana es lo que tenía– y quizá el miedo preventivo a terminar sus días convertidas en croquetas las hacía más temerosas. Recuerde usted cuántas veces dio un pisotón fuerte en mitad de una plaza solo por ver cómo corrían y emprendían un vuelo rasante, totalmente desorientadas. Llámelo maldad, pero es que en algo teníamos que entretenernos. Eran los tiempos en los que teníamos interiorizado quién era el humano y quién el animal –nada de amistades, por supuesto–; tiempos en los que las marías alimentaban a los perros de la casa con las sobras o, haciendo un alarde de magnanimidad dominguera, con caparazones y con higaditos de pollo.
Luego, ya lo sabe, perdimos los papeles y cuando los encontramos, alguien había cambiado el orden de los factores, alterando el producto. La ciudad amiga de los animales, la ciudad en la que los niños van al colegio sin desayunar pero en la que los gatos comen como marqueses y los perros llevan una dieta equilibrada sin gluten y eso. Fue entonces, quizá, cuando los palomos se dieron cuenta de que «Al amanecer… ¡no hace frío en lo alto de un poyete!» y comenzaron a tomar las calles y a hacer su propia guerra.
Hace una década que las empezamos a llamar «ratas del aire», que disuadíamos sus lugares de anidación con pinchos, descargas eléctricas, graznidos enlatados de halcones y cosas por el estilo, a ver si se daban por aludidas y existía la remota posibilidad de que abandonaran el estilo de vida humano que iban a adoptando. Pero nada. Convertidas en auténtica plaga, las palomas tomaron incluso la playa –no hay nada que me de más asco que un palomo, o varios, en la orilla– decididas a no abandonar el estatus de estampa pintoresca que se habían ganado a pulso.
Y es que una paloma, de las palomas de toda la vida, que ahora se llaman «Columbia Livia», además de generar doce kilos de excrementos altamente corrosivos en un año, y de transmitir enfermedades contagiosas, es capaz de arruinar a la hostelería gaditana, justo ahora que empezábamos a ser competitivos después de haber superado muchos complejos. Ya en 2017 se quejaban los hosteleros gaditanos de que las pérdidas de clientes superaban el veinte por ciento –ya sabe lo que gusta en Horeca un porcentaje– porque la lucha encarnizada entre el hombre y la paloma en las terrazas empezaba a ser algo más que preocupante. Ejemplares que directamente comían de los platos, otros que acechaban bajo la mesa, que campaban a sus anchas en los locales y que no hay manera de controlar, como si hubiesen desayunado la piedra de grifa de los palomos del Yuyu.
En diciembre del pasado año, nuestro Ayuntamiento anunciaba un éxodo forzoso de cinco mil palomos a Ribarroja del Turia, un pueblo de Valencia, que al parecer, recoge palomos y los trata para su correcta reinserción en la sociedad, reseteando sus costumbres. Una campaña que, según se anunciaba, «comenzará en algún momento del 2019» –el misterio aumenta las expectativas- y que consistiría en la captura de las palomas mediante «lanzaredes y jaulas trampas» y un reparto masivo de trípticos recordando a la población los efectos nocivos de la sobrealimentación de estos animales. Pero todo quedó en el papel.
Y el papel lo aguanta todo, claro está. Quien no lo aguanta es la ciudad, que nuevamente se ha puesto en pie de guerra contra los palomos y contra el Ayuntamiento. Los bares de la Catedral ya no soportan mucho más, las opiniones negativas de los clientes en las redes sociales están haciendo mella en sus negocios y comprometiendo el futuro de una plaza a la que le costó mucho tiempo encontrar su lugar en el mundo.
Seguro que la ciudad tiene otros problemas, dirá usted, para estar preocupados por esto. Seguro, pero de lo que no tengo ninguna duda es de que esta ciudad solo tiene un futuro. De nosotros depende como lo conjuguemos.
Así que si a su ventana llega una paloma… más vale que mantenga las distancias.