Francisco Apaolaza
Salvavidas
Allá arriba, en la antesala del miedo, a las nueve menos uno, antes de que salgan las vacas, un tipo lee el periódico sentado en una piedra del camino, junto a los corrales.
Allá arriba, en la antesala del miedo, a las nueve menos uno, antes de que salgan las vacas, un tipo lee el periódico sentado en una piedra del camino, junto a los corrales. De abajo llega el eco enmudecido de una charanga que suena a sol y a gente, pero arriba todo es silencio. Por un instante, el tiempo adquiere una consistencia distinta, táctil, casi líquida, como si lo gobernara el ala ralentizada de una mariposa en un bombardeo. El corazón late como un tambor de galeras sobre las carótidas y la brisa de los secarrales, que es un aire de pan quemado, mece las puntas de las hierbas. Arturo da tres saltos sobre las vetas de piedra retorcida del camino, se santigua y carraspea. Suena el cohete y el tipo sentado apura el periódico, lo dobla y se levanta con temple de torero. Ya vienen. ¡Va! ¡Va! ¡Va! Doscientos corredores se lanzan a tumba abierta por la cuesta del Pilón de Falces (Navarra) con una manada de vacas bravas en los riñones como dinosaurios veloces, diabólicos y letales. A un lado, la montaña y la piedra que corta como un cuchillo y a otro, el vacío, la caída, las zarzas. Una curva a la derecha como un garfio, una recta de césped, una ese estrechísima y una recta abajo sobre la arena en la que no es posible pararse y donde siempre terminan rodando los cuerpos bajo los animales. Es tal la pendiente que para tirarse al suelo cuando se vienen las vacas encima, no hay que lanzarse de cabeza, porque se vuela varios metros. Hay que dejarse caer de espaldas. A veces, paras contra el monte y las manos se llenan de espinas y de cortes y otras, te dejas caer por la pendiente agarrado a las hierbas con el pecho pegado al suelo y la esperanza de no rodar hacia atrás. Desde la cumbre al pueblo, el encierro dura lo que dura un grito. Una caída al vacío. ¿Qué es la vida sino el filo entre una ladera y un barranco?
La tragedia llegó después. Tenía 53 años y era de Pamplona. Vino a ver el encierro tras una valla y al paso de las vacas, en lugar de volver al camino, anduvo unos pasos por la pendiente, perdió el equilibrio y cayó doce metros al suelo. La sacaron del fondo del barranco. Alguien llevaba en la mano su pequeña mochila de color marfil. Murió al día siguiente. Se la llevó el accidente, la tragedia.
Le tocaron ayer una marcha de silencio con una trompeta. No han tardado en utilizar su memoria para enredar sobre los encierros y atacar lo que a ella misma le gustaba. Un periódico navarro ha indicado en su editorial que su muerte hace necesario un debate sobre este tipo de festejos. No sobre la velocidad en las carreteras, ni las piscinas, los huesos de aceituna, la contaminación aérea que mata al año a 17.000 españoles, ni sobre la mala suerte, o la fuerza de la gravedad, que fueron las que se llevaron por delante a la pobre Mari Carmen Asensio, a la que hoy usan para hacer ecopolítica. En su cruzada contra lo que se sale de la norma, las legiones neuróticas están decididas a vetar los demás lo que a ellos no les gusta. Ahora en Valencia, la ola de hipocresía liberticida plantea prohibir correr a los mayores de 65, pero no les impiden conducir por calles con colegios. Nos terminarán por ahogar los salvavidas.