Francisco Apaolaza

El rinoceronte de Durero

En 1515, Durero pintó un rinoceronte de oídas

Francisco Apaolaza

En 1515, Durero pintó un rinoceronte de oídas. Más tarde, el naturalista James Bruce de Kinnaird advirtió que era un retrato «maravillosamente mal ejecutado en todas sus partes». A pesar de que contenía errores de bulto, se mantuvo como representación de un rinoceronte hasta el siglo XVIII. Los expertos consideran que es el dibujo de un animal que más influencia ha tenido en la historia del arte. El mismo Salvador Dalí se inspiró en él para su ‘Rinoceronte vestido con puntillas’ que preside una rotonda a la entrada de Puerto Banús.

Este del grabado de Durero fue el primer rinoceronte que llegó a Europa. Se lo regaló a Manuel I de Portugal un sultán de la India y el monarca portugués lo guardó un tiempo. Plinio el Viejo había dejado escrito en sus crónicas que los elefantes y los rinocerontes eran enemigos acérrimos, así que los portugueses quisieron probar y los echaron a luchar en paquidermo combate. Plinio se equivocaba, y el elefante se fue de najas, así que Manuel I le mandó el bicho al Papa León X adornado con un collar de terciopelo. El barco naufragó frente a las costas de Italia y el animal se ahogó. A quién se le ocurre embarcarse con un rinoceronte.

Durero nunca vio al perisodáctilo y lo dibujó a partir de una carta que llegó a Nuremberg escrita por un tipo que tampoco lo había visto. Durero anticipó esa cosa tan moderna de hablar de animales sin distinguir una oveja de una cabra.

Hay una naturaleza y otra que nos imaginamos. La conciencia ecológica es una quimera. Occidente está poblado de gentes que creen que proteger a los animales es ponerle un abrigo a su perro. Cada vez más gente confunde el mar con un acuario y la gran migración con dormir la siesta durante un documental. Después dan lecciones de animalismo.

Es un milagro que haya alguien en los bosques y los campos como Mónica Fernández-Aceytuno que en el imprescindible ‘El país de los pájaros que duermen en el aire’ (Espasa) ha escrito la naturaleza después de una bellísima y humilde observación. «Veo los mirlos llevando en el pico lo que parecen flores de arce [...] Tiene que ser difícil hacer un nido. Como hacer una cama con las manos atadas a la espalda. Alas en vez de brazos».

Yo vi al rinoceronte blanco en las laderas de Laikipia en Kenia. Se llamaba ‘Sudán’ y ha muerto a los 45 años siendo el último macho de rinoceronte blanco del norte, una especie abocada a la extinción.

Lo conocí una tarde templada en la que las tórtolas entraban como flechas a la dormida en las copas de los árboles y el viento silbaba en las espinas bulbosas de las acacias preñadas de hormigas espídicas.

Mientras en Madrid se anunciaban galletas sin gluten para caniches, un tipo en China se metía una raya de polvo de cuerno de rino pagado a precio de diamante y en Kenia un ejército de rangers protegía a Sultán de los furtivos y sus fusiles automáticos. Por la noche, un elefante se dedicó a pastar junto a nuestra tienda y masticó a un metro de nuestras cabezas.

Llenaba todo el aire su respiración profunda de hierba y de flores. Sentí que aquel era el penúltimo aliento de un universo a punto de desaparecer. Era el olor de la melancolía. ‘Sudán’ quedará en los grabados de los dureros que nunca vieron al rinoceronte blanco.

Es más que una pena.

El rinoceronte de Durero

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