Yolanda Vallejo - OPINIÓN
Reto aceptado
Tal vez pensamos que con un crespón negro y una bandera se va a acabar el odio. Que con un conjuro mágico, el cáncer
Lo bueno de este fin de semana en el que no estaba prevista ninguna agitación callejera –una pequeñísima tregua sin procesiones, sin carnaval, sin conciertos, sin entierros…– es que puede uno pararse a escuchar el ruido que hace el mundo y a interpretar los sones de una partitura que, aunque suene a réquiem, se ha convertido en la banda sonora nuestra de cada día. La Tierra se mueve, nosotros hace mucho que perdimos el compás, y así no hay quien baile. Desconozco el mecanismo antropológico por el que, en algún momento, nos bajamos del coche en marcha y decidimos coger por otro camino. Como adolescentes caprichosos, desafiantes y frágiles, a los que tan fácil resulta engañar y manipular. Sé de lo que hablo porque convivo con dos correligionarios del «de qué se trata que me opongo» que tan bien define la filosofía de la inconsciencia.
En medio de un mar de contradicciones, una sale a la calle con las pinturas de guerra y el manual del «yo ya lo sé todo», mientras en casa sigue jugando a los playmobil con sus hermanos y lloriqueando porque se ha acabado el colacao. El otro, estrena una noche cada noche y vuelve siempre con un suculento botín, pero no sabe poner una lavadora, ni donde dejó el cargador del móvil. Arrojados y valientes para los que no existe el miedo, pero que se tapan la cara cuando ven el trailer de la última película de terror que anuncian el la tele y encienden todas las luces de la casa para ir al baño. Usted los conoce tan bien como yo, porque también los tiene, o los ha tenido en su casa, o ya los intuye bajo esa apariencia angelical que le pide cada noche un beso y un cuento. No se fíe, todos son iguales.
Quizá porque a nuestra generación no le tocó en suerte –por suerte, aunque suene redundante– ni una guerra, ni una hambruna, ni una epidemia, ni siquiera una verdadera crisis económica –la nuestra, después de todo, fue o es una crisis de la Señorita Pepis– crecimos a un ritmo distinto de otras generaciones. La Tierra seguía girando, y nosotros con nuestra cestita y nuestra caperucita roja íbamos entretenidos en otras cosas, porque sabíamos que, al final, siempre habría un cazador, o un príncipe, o una hada madrina, o un estado del bienestar que nos reconfortaría el ánimo con un «ea, ea, ya pasó» o un «si no sana hoy, sanará mañana». Y nada más. Eternos adolescentes dispuestos a comernos un mundo que poco a poco nos va engullendo.
A menudo he pensado que somos los seres más indefensos del planeta, aunque no nos lo creamos, aunque juguemos a engañar a la naturaleza modificando sus planes, alterando sus límites, controlando sus tiempos. Porque la vida, como decía Iam Malcolm se abre camino y siempre habrá algo o alguien que nos empuje hacia el abismo de la realidad, llámelo terremoto, explosión, atentado, incendio… Llámelo como quiera, pero nunca lo subestime. Aquí no sirve de nada oponerse.
Mientras, podemos seguir jugando a ser pequeños idolillos de una religión animista y primitiva. Dioses de fango que imparten su peculiar justicia desde la pantalla de un ordenador. Hoy somos París, mañana Bruselas, hoy nos tiramos un cubo de agua helada por la cabeza, o compartimos las más escabrosas imágenes de niños refugiados que solo sirven para empercochar aún más nuestras sucias conciencias. Todo desde la arrogancia adolescente que nos domina, todo desde la ignorancia adolescente que nos esclaviza.
Tal vez pensamos que con un crespón negro y una bandera se va a acabar el odio. Tal vez creemos que con una fotografía en blanco y negro y un conjuro mágico «Acepto el reto» el cáncer se va a curar. No me malinterprete, no estoy censurando las buenas intenciones –que las hay–, pero de buenas intenciones, como dice el refrán, está el infierno lleno. La Policía Nacional ya ha alertado del peligro que supone participar en campañas supuestamente solidarias que bajo premisas que escuecen como «cáncer» o «refugiados» o «apadrina» dan cobijo a todo un entramado fraudulento que se hace con nuestros correos electrónicos, con nuestros perfiles, con nuestra privacidad. Son la versión 2.0 de los timos más carpetovetónicos que usted pueda imaginar.
Porque como buenos adolescentes, somos las víctimas perfectas para el engaño. Creemos que ya lo sabemos todos y volvemos a tropezar una y mil veces en la misma piedra. Pero algo podemos hacer. Hoy acepto el reto de no volver a dejarme engañar. Acepto el reto de exigir un gobierno cuanto antes. Acepto el reto de cuidar mi entorno y procurar que otros también lo hagan. Acepto el reto de educar a mis hijos para que sean personas adultas y con criterio. Acepto el reto de respetar a mis vecinos y de cumplir con mis obligaciones como ciudadana.
¿Ve? Lo bueno de un fin de semana de tranquilidad es que le da tiempo a uno a pensar. Pruébelo, no es tan complicado. Pero piense deprisa, cuando menos se lo espere está aquí el próximo fin de semana. Y entonces no nos quedará más remedio que aceptar otro reto, el mercado andalusí.
Vaya por Dios, qué poco dura la filosofía en la casa del pobre.