Ramón Pérez Montero

Respeto

Días atrás sufrimos en Medina las penurias que proclama el silencio de los grifos

RAMÓN PÉREZ MONTERO

Días atrás sufrimos en Medina las penurias que proclama el silencio de los grifos. Pero vivir cuatro o cinco días sin la alegre canción del agua corriente no es del todo negativo, tanto en cuanto obliga o, cuando menos, invita a una reflexión que nos debería hacer conscientes de nuestros privilegios y vulnerabilidades.

Mi infancia son recuerdos de una tinaja en la cocina y un jarro de lata como elementos de liturgia en aquella relación con el agua potable que nos regalaban nuestros generosos manantiales. En el patio de la casa de vecinos teníamos un bidón para el acopio del agua de la lluvia y un pozo del que, con esfuerzo, las mujeres las sacaban desde su negra hondura para hacer la colada en los viejos lebrillos de barro. Hablo de aquellos tiempos en que precisamente por esta diversidad de origen todavía pronunciábamos en plural su nombre: las aguas. Su acopio exigía entonces continua dedicación y brotaba de ello un sincero y merecido agradecimiento.

Eso que llaman progreso llegó, aún en mi niñez, en la forma de un grifo comunal en el patio que se interpretó como la llave inagotable de la confianza y conllevó, en consecuencia, al desprecio tanto de las del cielo como las de las entrañas de la tierra en un súbito proceso de singularización. Este cambio de número expresó la pérdida de respeto hacia el agua de quienes se sintieron tanto liberados de sus exigencias como poderosos al haberla sometido al nuevo yugo de su propia comodidad.

Más tarde los grifos se multiplicaron en el interior de cada una de las casas, conectados a los puros manantiales de la insensatez del despilfarro. Así el agua devino invisible al pasar de la pura necesidad de buscarla a la obligación de su presencia. Ahora la tenemos y la tiramos cada día, a cada minuto, sin atender a su condición de sustento básico de la vida. La consumimos pero no la vemos, como pasa con el aire que respiramos.

Esa falta de respeto que demostramos los hombres civilizados del Primer Mundo hacia el agua es sólo un ejemplo de nuestra pérdida de consideración hacia todo aquello de lo que nos surte el planeta. Agotamos sus recursos amparados en no sé qué mandato divino que nos autoriza al expolio. El último mono (evolutivamente hablando) que ha hecho acto de presencia en la cadena de millones de años de vida y se cree con el derecho a devorar todo lo que existe. El cerebro del que la evolución nos dotó como arma para la supervivencia empleado en nuestra propia destrucción. He aquí la absurda paradoja.

Circularon por las redes sociales exigencias a las autoridades para el pronto restablecimiento del servicio, así como críticas contra las colas para el abastecimiento, tachadas como ‘tercermundistas’. Estoy de acuerdo con que los ciudadanos clamen por sus derechos, pero estimo más ‘tercermundista’ los comportamientos de quienes tiramos a diario millones de litros de agua potable por las alcantarillas sin pensar en su valor, tanto monetario como moral. Porque en un plano estrictamente ético, o incluso meramente cultural, los desheredados del Tercer Mundo aún conservan la primitiva devoción por aquello que se les muestra tan escaso o, por desgracia, para miles de millones de seres humanos, como casi inexistente.

Nuestro progreso técnico nos conduce de manera ciega al abismo por el que se despeñarán todas nuestras absurdas fantasías. Antes que pensar en poblar otros planetas mejor mantener los pies sobre la tierra.

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