Julio Malo de Molina
Regreso a Roma
En esta ocasión he reparado en la Isola Tiberina, y parece una pequeña ciudad ficticia, como si la hubieran diseñado Dino Buzzati o Italo Calvino
Me decía Fernando Quiñones: «A Roma le dicen la Ciudad Eterna, sin embargo se funda quinientos años después de Cádiz». Pero suena a cuento que Roma y Cádiz nacieran, parafraseando a Borges, parecen tan antiguas como el aire o el agua. Si Cádiz fue centro de todas las rutas marineras, a Roma el peregrino regresa siempre a pie, y de ahí procede la palabra romero, en el sentido que aconsejaba León Felipe en su poema Romero Sólo: «Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni el cuerpo». He regresado a Roma no precisamente a pie sino en una compañía aérea de bajo coste, recordando esa estupenda película de William Wyler, ‘Roma Holyday’ (1953), en la cual Gregory Peck enseña la compleja ciudad a Audrey Hepburn sobre la clásica Vespa.
En esta ocasión he reparado en la Isola Tiberina, gabarra de piedra travertina sobre el río, entre el Trastévere y el corazón de la urbe, y parece una pequeña ciudad ficticia, como si la hubieran diseñado Dino Buzzati o Italo Calvino. Sobre élla se levantó en 292 aC el Templo a Esculapìo o Ascepio, dios griego de la Medicina. Roma es, como Londres, París o Sevilla, una ciudad de desembocadura, ubicada cerca del lugar donde el Tíber entrega sus aguas a la mar; dicen que sus riberas no se dejan pasear con comodidad, sin embargo en este espacioso ámbito los puentes que atraviesan la isla ofrecen un bello encuentro entre las calles y las aguas que recomiendo disfrutar durante esos atardeceres que tiñen de oro el perfil de la ciudad.
Muy cerca de la pequeña isla fluvial próxima a la colina capitolina, dos piezas son de obligada visita siempre que uno acude a Roma: al este, el Panteón de Agripa, con su gigantesca semiesfera perforada por el óculo central de luz cenital, alarde de ingeniería de la antigüedad; y al oeste, el Templete de San Pietro in Montorio que encargaron doña Isabel de Castilla y don Fernando de Aragón al arquitecto Bramante, joya del Renacimiento que aún es propiedad del Estado Español y se encuentra restaurado con primor en el interior del patio de la Academia de España, presidiendo el Trastévere, entre cuyas casas medievales se halla también la American Academy, el Jardín Botánico, y un museo chiquito y encantador, el de ‘Roma in Trastevere’, con la colección de acuarelas romanas de Ettore Roesler Franz y exposiciones temporales de fotografía. Pero sobre todo las tiendas y talleres de primor, y las coquetas trattorias, a una ciudad la cualifican sus establecimientos y sus tabernas. Deben evitarse los restaurantes para turistas y comer en lugares como La Fraschetta, con platos caseros, excelentes vinos cosecheros y manteles de cuadros rojos y blancos.
Paseando las noches frías del invierno romano uno medita sobre esa decadencia que cíclicamente se ha repetido a lo largo del tiempo. Desde Atila a Frau Merkel, pasando por los mercenarios del César Carlos y por Hitler. Demasiados bárbaros del Este arremetieron contra esos sillares que antaño se alzaron orgullosos en torno al caudaloso Tíber. Durante los años sesenta y setenta Italia conoció un periodo de prosperidad en tiempos de inestabilidad política, pues la fortaleza de los comunistas conducía a la formación de gobiernos «pentapartito», frágiles y poco duraderos. Sin embargo, esa Italia que llegó a contar entre las grandes potencias hoy conoce las precariedades de la Europa del Sur y la subordinación al control de la Unión Europea y su Banco Central.