Opinión

Descalzos

Quizás estemos achacando las muertes presentes y más cercanas a nosotros a los efectos del tabaco, a las enfermedades de corazón o las simples causas naturales, cuando en realidad todo sea el producto ciego de enviar a la gente a la tumba sin la precaución de anudarles los cordones

La imagen que dio la vuelta al mundo del fallecimiento de Aylan en la costa de Turquía. AFP

Alguien muy cercano a mí, que recorre de madrugada los pabellones insomnes de un geriátrico, me ofrece una inesperada información a medio camino entre la superstición y el espanto. Me asegura que en aquellas salas de espera donde la muerte gotea de manera intermitente pero ... incesante, todos los que allí bregan tienen asumido que, en el proceso de amortajamiento de los difuntos, no se puede pasar por alto la obligatoriedad de ponerles los zapatos. Eso es tan sabido que ni siquiera hace falta advertir que despedir a un difunto descalzo acarrea de inmediato la muerte de otro residente, como si los pies desnudos actuaran a modo de rabillos de unas guindillas macabras.

Esa persona me cuenta que la otra noche, sin ir más lejos, alguien que hacía labores de sustitución no atendió, por mero desconocimiento, a esta norma no escrita y, en el intervalo de sus horas de guardia se engarzaron tres defunciones consecutivas, hasta que con el cambio de turno llegó alguien con la suficiente experiencia y cortó de golpe la hemorragia vistiéndole los pies al último de los fallecidos. De no haber sido así, me aseguraba, la ignorancia de lo más elemental habría derivado en una epidemia que se habría llevado por delante a un buen número de internos. Me narra el episodio con el convencimiento de quien cree poseer la verdadera clave interpretativa de tan luctuoso encadenamiento. Ante tal seguridad, ese extraño fenómeno no puede menos que moverme a reflexión.

Reflexión para tratar de responderme a unas preguntas inquietantes. ¿No estarán causadas las grandes mortandades humanas actuales por el hecho de que enormes cantidades de congéneres difuntos hayan sido enterrados descalzos? ¿Podría ser que un niño, aparecido muerto descalzo en una playa del Mediterráneo y sea inhumado tal cual, desencadene la muerte de otro en cualquier lugar del planeta? ¿Estaremos ante la funesta variante de un aciago efecto mariposa que no sepamos atajar?

Quizás estemos achacando las muertes presentes y más cercanas a nosotros a los efectos del tabaco, a las enfermedades de corazón o las simples causas naturales, cuando en realidad todo sea el producto ciego de enviar a la gente a la tumba sin la precaución de anudarles los cordones. Me pongo a pensar en el número de difuntos a los que la muerte sorprendió descalzos y ya no me resulta extraño entender por qué a nuestro alrededor la gente se va muriendo con tan implacable cadencia. También recapacito ahora sobre ese extraño acto reflejo de los agonizantes que, con movimiento incontrolado de sus pies, se sacan involuntariamente los zapatos justo en el momento de morir. ¿Responderá igualmente al oculto mecanismo de transmisión prematura de su propio tránsito a otro ser humano con un alcance espacial y temporal por completo incalculable?

Ante tal cúmulo de evidencias habría que ser más precavidos y, tras sacarlo muerto de entre cartones, procurarle calzado, siquiera usado, al mendigo con las plantas de sus pies encallecidas. Tendríamos que erradicar de la mente de los soldados la perniciosa costumbre de robarle las botas al enemigo abatido. Deberíamos preocuparnos por calzar antes que a ninguno a aquellos niños que se dejan la piel en las fábricas y acaban sus días con zapatos solo en las manos. Si queremos acabar con esta rueda macabra, quizás debamos prestar atención a la sabiduría hermética de los geriátricos, no sea que el sueño de la inmortalidad que la humanidad persigue desde que irguió su espalda esté siendo malogrado por la imprevisión de enterrar descalzos a nuestros difuntos.

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