Ramón Pérez Montero - OPINIÓN
Raíces
Este fin de semana hemos vivido en Medina otras Jornadas de Puertas Abiertas
Las raíces no sólo les procuran sus firmes anclajes a las plantas, sino que, por medio de un complejo entramado bioquímico, también le dan un sentido a su existencia. Los hombres, además de utilizarlas como alimento, conservamos en nuestros genes la memoria de un pasado vegetal. Las células que nos conforman son lejanos descendientes de aquellas algas que en los océanos primordiales, en pacto inquebrantable con la luz solar, dieron origen al milagro de la vida. Por eso quizás también necesitamos los hombres raíces que nos fijen en el terreno inseguro del vivir.
Este fin de semana hemos vivido en Medina otras Jornadas de Puertas Abiertas. Los foráneos han invadido calles y plazas, han penetrado con asombrada curiosidad en las iglesias, los claustros conventuales, las viejas casas señoriales y los patios de vecinos. También han copado bares y restaurantes, porque en el mundo en que vivimos, la tramoya que sostiene la escena sólo se engrasa con el beneficio comercial. Pero hay, tiene que haber, una llamada más profunda que despierta la curiosidad de las gentes y las obliga a desplazarse.
Los desconocidos con los que te tropiezas en días como estos en las aceras se acercan buscando su propio origen, poco importa que no sean de aquí. Porque en lo más hondo de ellos mismos también saben que no son del sitio donde viven, aparte del hecho circunstancial de que hayan podido haber nacido allá de donde vienen. Los hombres desconocemos la verdadera profundidad de nuestras raíces, tanto geográficas como biológicas, pero sentimos su milenario pálpito. Son ellas las que dan su misterioso sentido a nuestras vidas, las que nos amarran a lo incomprensible y también a lo inexplicable, para que podamos resistir, gracias a ello, frente a los envites de lo efímero, de la cotidiana banalidad del existir.
Para poder saber hacia dónde vamos, los seres humanos debemos sentir de dónde venimos, por más que no seamos capaces de expresarlo con humo de palabras, por más que en esto nos asemejemos a las plantas, a las aves migratorias, al pez interior que aún continúa agitándose en nosotros. De esa raíz brota la curiosidad por visitar los lugares en los que nunca has estado, porque sabes que, de alguna forma, vienes de ahí, porque según pisas las losas de canchal de una calle romana rescatada al olvido, según caminas por el adarve de la antigua muralla, según penetras en el ámbito onírico de un patio adormecido entre la cal y las flores, restableces un extraño vínculo con esa parte de ti mismo que el proceso evolutivo se encarga de perpetuar frente al carácter ilusorio del supuesto progreso civilizador.
Así, cuando un pueblo abre sus puertas, por debajo del propósito de promoción en busca de un beneficio comercial, está ofreciendo al viajero espacios vacíos para que este los llené con los recuerdos imaginarios de lo que nunca vivió, pero que continúa fluyendo en él como viva savia. El pueblo que abre sus puertas está ofreciendo al visitante una invitación a conocerse a sí mismo, la única forma de sentir el pulso de una vida auténtica, esa vida que te permite difuminar los engaños y, sobre todo, te permite vencer los miedos. Por eso la llamada resulta irresistible, porque todos tenemos la necesidad de buscar nuestras raíces, porque todos sospechamos del carácter fraudulento de la realidad, porque todos ansiamos triunfar en la batalla diaria contra el miedo, por más que pueda tratarse de una falsa victoria.