Opinión
Leer a Stanley Payne
La denuncia del golpe del 18 de julio por parte de la izquierda sólo se entiende desde el partidismo hipócrita, asevera Payne
En días pasados Pablo Casado ha sido muy criticado al haber permanecido callado ante unas palabras de Ignacio Camuñas atribuyendo graves responsabilidades al gobierno frentepopulista de la Guerra Civil.
Todas esas voces críticas, hijas de la extendida propaganda que idealiza la República y culpa a ... la derecha de ser la responsable de la guerra (con aviesas intenciones políticas de paralizar al adversario en el presente), denotan que no han leído al gran historiador de esa época, Stanley Payne, ni a ningún historiador ajeno a la versión “progresista”, me temo. Para responder a tales voces voy a referirme aquí a su libro “El camino hacia el 18 de Julio” y a otras lecturas de la más seria historiografía independiente.
Para Payne el desistimiento de los monárquicos -que ganaron las elecciones de 1931- y la agitación callejera trajeron la República. Un régimen impuesto sin consenso (no como el de 1978) que pronto se hizo anti-católico, sectario y con reglas de juego impuestas por la izquierda, como reconoció el propio padre de la nueva constitución, el socialista Jiménez de Asúa. A pesar de ese vicio de origen, la República tuvo valores democráticos (aunque fue una “democracia sin demócratas”, según Tusell) y sobrevivió a multitud de ataques… ¡de los propios izquierdistas!: la quema de conventos de 1931, las tres insurrecciones anarquistas entre 1932 y 1933, el débil pronunciamiento militar de 1932 (la excepción derechista), los intentos de Azaña de anular las elecciones de 1933 ganadas por la derecha -Azaña creía que sólo los republicanos de izquierdas debían gobernar-, la gran insurrección revolucionaria de 1934 del partido de la oposición, el PSOE, y la declaración de independencia de la Generalitat.
Después de 1934 llegaron otros ataques de los propios republicanos radicales: en vez del arrepentimiento socialista, la feroz y demagógica campaña contra “la represión de Asturias” que tanto odio trajo, el fraude de las elecciones de febrero que “ganaron” los mismos partidos insurrectos de octubre, la destitución irregular del presidente Alcalá Zamora y la arbitrariedad y el sectarismo desmedidos del gobierno del Frente Popular. En realidad, ni jacobinos, ni socialistas, ni comunistas, ni anarquistas (ni separatistas) fueron nunca demócratas. La República era para ellos no un fin, sino un medio para llegar a sus propias utopías. Eran revolucionarios, más que republicanos. De hecho, durante la guerra, los auténticos republicanos mayoritarios, los moderados del partido de Lerroux, se unieron en su mayoría a Franco. En general, estos republicanos moderados fueron víctimas del fanatismo “rojo”: Melquíades Álvarez, mentor de Azaña, fue asesinado por las turbas y Clara Campoamor, la impulsora del voto femenino, huyó de territorio frentepopulista, entre otros muchos ejemplos. No en vano el mayor exilio intelectual tuvo lugar desde territorio “republicano”.
Tras la derrota de octubre, la izquierda radical de 1936 aprendió que no debía buscar la “guerra civil” frontal para conseguir sus fines totalitarios, como proclamó literalmente en 1934. Ahora practicaba la “gimnasia revolucionaria” pensando que el deterioro del orden público, acabaría por entregar con facilidad el poder a Largo Caballero, el “Lenin español”. De ahí que la principal causa de la guerra fue la destrucción de la ley desde la calle y desde el gobierno, algo que aniquiló la democracia y dividió trágicamente a los españoles. A eso se referían las palabras de un editor, jurista y político culto como es el liberal Camuñas. La protección que ese gobierno del Frente Popular ofreció a los asesinos parapoliciales socialistas del jefe de la oposición Calvo Sotelo hizo irreversible la guerra.
La denuncia del golpe del 18 de julio por parte de la izquierda sólo se entiende desde el partidismo hipócrita, asevera Payne. En realidad la izquierda quería esa insurrección –percibida como débil- para poder aplastar definitivamente a la derecha. Pero la cuestión es que esa sublevación fue apoyada por media España. No era lógica la aspiración izquierdista, dice Payne, de que la derecha debía dejarse atropellar indefinidamente. Es más, la historia comparada demuestra que la española esperó demasiado. La contrarrevolución, en este caso, fue más allá de sus limitados objetivos, dando lugar a una “revolución nacional” y autoritaria que duró 40 años. El precio pagado fue alto.
En resumen, Payne prueba que la auténtica verdad es que en julio de 1936 todo el mundo pedía un régimen no democrático para España. La CNT pedía su revolución violenta sin fecha, el POUM y el PSOE caballerista deseaban la dictadura del proletariado, los comunistas una “república de tipo nuevo”, los prietistas y azañistas una república sólo de izquierdas, los falangistas la revolución nacional-sindicalista, los monárquicos alfonsinos una monarquía autoritaria, y muchas personas de centro, una dictadura republicana. Eso de que nadie quería entonces la guerra civil es falso. Casi todos querían una guerra corta pero que pudieran ganar.
Ironías de la Historia, el que mantuvo una actitud más responsable y moderada durante más tiempo fue Franco, concluye Payne.