HOJA ROJA
¿A quién le importa?
Ha llegado a los cuarenta en plena crisis, como todos
Ha llegado a los cuarenta en plena crisis, como todos. Y aunque mantiene un aspecto que podría decirse juvenil, es capaz de recorrer cada mañana frente al espejo el itinerario completo de la procesión que lleva por dentro. Aun sabe sacarse partido y disimular las ... primeras canas y las primeras arrugas, pero ya hay quien la llama señora y quien, en vez de cederle el paso, se lo adelanta sin piedad. A estas alturas la gente la señala, la apunta con el dedo, susurra a sus espaldas, pero ella, lejos de importarle un bledo, sabe que quizá la culpa es suya por no seguir la norma, y que ya es demasiado tarde para cambiar ahora. Sí, es Alaska y Dinarama –cada uno tiene sus referentes, y lo peor es que usted lo ha reconocido- pero viene como anillo al dedo en esta ceremonia de celebración del cuarenta cumpleaños de nuestra Constitución.
Una Constitución que fue votada en referéndum el 6 de diciembre de 1978 no por una abrumadora mayoría, como quisimos construir en el imaginario colectivo, sino con una escandalosa abstención del 33% de un censo electoral mal hecho, peor comunicado y donde la mayor parte de los jóvenes de 18 a 21 años –rebajada la edad reglamentaria apenas un mes antes de cita con las urnas– no pudo ejercer su derecho al voto por no encontrarse en ninguna lista. Un desastre precedido además de un cúmulo de circunstancias adversas que hoy –visto lo visto, y visto lo que hicimos el pasado domingo, y el pasado martes– nos parecerían lo más normal del mundo pero que en aquellas primeras horas de nuestra democracia suponían una grave amenaza para la salud política del país. Para empezar, la «operación galaxia» –a la que los medios de comunicación de la época llamaron «charla de café»– y que fue desarticulada un mes antes del referéndum planeaba un golpe al Gobierno de Suárez que frenara cualquier reforma política –incluyendo la Constitución. Una reforma política que había llamado tres veces a las urnas en año y medio –si ellos hubieran sabido lo nuestro– y que empezaba a cansar a los españolitos de entonces. Españolitos que no tenían ni la más remota idea de lo que era una constitución ni mucho menos para qué servía.
Con esos mimbres, el 7 de noviembre de 1978 se iniciaba la campaña para el referéndum constitucional. Una campaña que no perseguía el apoyo al texto constituyente, sino algo mucho más básico, concienciar a una ciudadanía en blanco y negro de que tras la tormenta siempre se ve el arcoíris. Así que nueve millones de ejemplares de la Constitución se imprimieron y llegaron a cada uno de hogares españoles en una operación de propaganda sin precedentes en la recién nacida España democrática. No se trataba de conseguir determinados resultados sino de movilizar y de sensibilizar a un electorado desconfiado del propio sistema que meses antes había aprobado. La votación era la prueba del nueve de nuestra párvula democracia. Y la televisión, la radio y los periódicos el medio para conseguirlo.
Si uno repasa las hemerotecas –que es posiblemente el ejercicio más higiénico para la salud mental- se da cuenta de que el Gobierno no hizo una campaña sentimental, sino más bien metodológica, «como votar», «como votar por correo» y apenas cinco anuncios publicitarios recordando la fecha del referéndum en un tono aséptico y casi de compromiso. Fueron los periódicos, fue la televisión, y fue fundamentalmente la radio, los que hicieron ese trabajo de pedagogía social que a día de hoy tanto echamos en falta. «Nuestra Constitución» era el espacio en el que Eduardo Sotillos iba desgranando durante media hora diaria algunos aspectos de la Ley. En ‘Café, copa y Constitución’ –un título que entonces no tenía nada de políticamente incorrecto- Alfonso Eduardo preguntaba a personajes populares su opinión sobre la Carta Magna, y hasta los niños de Lolo Rico tuvieron en ‘Dola, dola, Tirabola’ tiempo para familiarizarse con esa extraña palabra que se nos colaba en el diccionario. Alfonso Grosso, en ‘Constituciones del mundo’ se empeñó en demostrar que no era tan raro lo que íbamos a votar y Manuel Martín Ferrand dedicaba los domingos en “Hablamos de la Constitución” a resolver a los oyentes las dudas –hubo dudas desde el principio- que el texto constitucional planteaba en la vida corriente. Todo un despliegue de didáctica de la democracia, impensable a día de hoy.
El 5 de diciembre, todos los oídos estuvieron pegados a aquella radio que decía «Vamos a reflexionar sobre España», inaugurando lo de la «jornada de reflexión» en un maratoniano programa que duró hasta la madrugada. Y al día siguiente, con una lluvia intermitente, con miles de obstáculos, con cientos de anécdotas –José María Pemán se llevó buscando su mesa electoral buena parte del día-, con una antología del disparate hispánico como manual de comportamiento ante las urnas, y con toda la ilusión que habían contagiado los medios de comunicación, los españoles votaron esta Constitución que hoy se resiste a ser cuarentona.
Muchos jóvenes no la reconocen porque no la votaron, y aun preguntan qué clase de españoles dijeron que sí a un texto lleno de imperfecciones. Fueron los mismos españoles que aprendieron en dos años lo que habían olvidado en cuarenta. Los mismos españoles que intentaron enseñar a estos jóvenes de hoy en día conceptos como convivencia, tolerancia, democracia, libertad, igualdad y respeto; y al parecer, no lo consiguieron.
Ese el gran fracaso de nuestra sociedad. Lo demás ¿A quién le importa?
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