OPINIÓN

La primera mañana

Confetis, serpentinas enredadas en madejas de papel, vasos abandonados a medias, un jersey que le sobraba a alguien, el cartucho ennegrecido de un petardo, el orín de los callejones...

Confetis, serpentinas enredadas en madejas de papel, vasos abandonados a medias, un jersey que le sobraba a alguien, el cartucho ennegrecido de un petardo, el orín de los callejones... En plena acera descansa fuera de contexto una papelera. Alguien la llevó con él pensando que ... sería buena idea ponerla en otra parte y en algún momento cambió de parecer. La noche ha esparcido por la ciudad los restos orgánicos de lo extraordinario. A media mañana, vuelve a casa el chaval que todavía apesta a exceso de colonia, a tabaco y al perfume de ella. Entorna los ojos heridos por el sol blanco y ligerísimo de la mañana donostiarra. Viste un andar decididamente recto, la pajarita escorada como un velero en un temporal del noroeste y los pantalones le quedan tan ajustados que se diría que ha perdido los suyos y estos que lleva se los ha robado a un muerto. Los bañistas entran en el agua de la Concha con la respiración corta y los puños apretados por la impresión de sumergir los pies en el hielo del mar. Cuando el agua les siega por primera vez los tobillos como una katana de frío, elevan los hombros hasta casi tocarse con ellos las orejas y se zambullen plenos de audacia. Los más experimentados se adentran en el agua más allá de la espuma de las olas y rompen a nadar con gesto calmado, un brazo adelante, ahora otro brazo. Sacan la boca a la primera mañana del año e intentan que el aire llegue a sus pulmones, colapsados y pequeños por el vértigo térmico. Después salen del agua respirando como locomotoras, poderosos, satisfechos, enrojecidos y vencedores de sí mismos. Una ola derriba con violencia terrible una piragua con sus tres tripulantes que celebran entre risas y abrazos el primer naufragio del año. Hacer por primera o por última vez lo que se puede hacer cualquier otro día constituye la delicada arquitectura sentimental del cambio de década y de año. Cada vez me siento más torpe a la hora de sumarme a la coreografía de lo excepcional y comerme las uvas en sincronía con millones. Me la trae filosóficamente al pairo el vestido de la chica de la tele. El cava me causa ardor, en ocasiones. Cada vez me sientan peor las cenas y solo conecto por momentos con la exaltación del paso del tiempo y todo el rollo del primer abrazo y el último anuncio. Reconozco aquel alboroto solamente en algunos parpadeos y cuando me vengo arriba con el ‘Danubio Azul’ -que ya no baila mi padre en el salón en bata de cuadros-, y el impulso optimista y marcial de la polka de Radetzky que palmeo con mis hijas. Viena está hecha casi toda de nostalgia. No es tristeza; es el tiempo.

Sostendrá el derrotista que este jolgorio puede deberse a que este año la Nochevieja ha coincidido con Año Nuevo, aunque no es sano dejar campar a sus anchas a los ejércitos de la socarronería. Cada fiesta es un consenso aunque todos los días podrían ser otro. Como el gobierno de coalición de Sánchez con Podemos y el pacto con los independentistas, el cambio de año goza del heroísmo innato de todas las promesas de futuro. En seis meses, todo serán fotos de mesas con copas y platos sucios, tres kilos de más y un montón de objetivos incumplidos. Feliz año a todos.

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