Fernando Sicre Gilabert - Opinión
Previsibilidad del fallo
Comprometerse a recolocar a todos los trabajadores o a prejubilarlos no solo no es posible, sino que es un acuerdo al que no se le puede exigir su cumplimiento
«Una gran oportunidad para la Bahía». Así esquivaba la situación el otrora presidente de la Junta cuando la situación era insostenible. A continuación firmaba en nombre de la Administración andaluza y bajo el manto del «régimen» omnipresente que todo lo puede y al que todos lados llega, un protocolo de acuerdo con los sindicatos, con 16 desarrollos posteriores. Comprometerse a recolocar a todos los trabajadores o a prejubilarlos, sea cual sean las circunstancias de los afectados, no solo no es posible, sino que es un acuerdo al que simplemente no se le puede exigir su cumplimiento en caso de incumplimiento.
El análisis de la cuestión debe circunscribirse al Fundamento tercero de la sentencia que comienza diciendo que «ni el protocolo ni sus posteriores desarrollos son verdaderos convenios de colaboración bilateral, que exige en todo caso contraprestación de las dos partes con un criterio teleológico para satisfacer necesidades públicas o que se consideren de interés público». Se trata de «un marco de compromiso institucional con los sindicatos, de adoptar medidas socio económicas que participan más de la naturaleza subvencional». «No es un acuerdo que tenga su origen en la Ley, sino mera y exclusivamente voluntad de la Administración de contribuir a mejorar mediante ayudas, la situación de un colectivo de trabajadores, frente a la situación originada tras la declaración de concurso de la empresa».
Tengo la firme convicción que si el caso ERE no hubiere existido, esta sentencia nunca se hubiera producido. Es decir, el compromiso que asumió la Junta, sólo era factible en un contexto como el existente desde 2001 hasta que Su Señoría Alaya comienza su instrucción. Lo que es corroborado en la propia sentencia cuando dice que «es por tanto el instrumento o disfraz para dar cobertura a una serie de actuaciones de fomento y canalizar ayudas directas, huyendo así de las normas que regulan el procedimiento de subvención pública». En el fondo era un caso más, solo que un caso muy grande, con muchos afectados e ingentes cantidades de dinero para ir solventándolo. Aún recuerdo un pasaje de la instrucción de Alaya cuando el entonces presidente de la Junta iba a Jaén y le iban a plantar cara los trabajadores de ‘Bilore’. El mandamás juntero apeló al empleo de «esos fondos» para solventar el problema. ¿Cómo? Pues a través de la compra de la paz social una vez más.
El caso que ahora nos ocupa, en el fondo y en la forma hubiera sido un caso más de corrupción institucionalizada, que nace en el seno de la propia administración y que ha sido baluarte fundamental de la pervivencia de un «régimen», que se hubiera tambaleado y caído, sin la posibilidad de compra de la paz social. Estamos ante argucias del poder. El auto describía una trama organizada, calificada por la UCO como organización criminal, en la que participan la propia Administración, mediadores y sindicatos. Ahora, la sentencia manifiesta lo mismo: «un instrumento o disfraz para dar cobertura… huyendo así de las normas que regulan el procedimiento de subvención pública».
La interposición del recurso contencioso-administrativo ha sido obra de la UGT. Curiosamente el mismo sindicato que exhibió el malestar a través de su Secretario General de Andalucía, con ocasión de la comisión de investigación que ya tuvo lugar, calificándola de lamentable. La paz social ni se compra ni se vende. Y menos aún, se justifica sobre la base de un «proyecto técnico de encomienda de gestión», en el que se solicita la adscripción de ingentes cantidades de dinero, para conformar el llamado «fondo de reptiles», desde el que el poder pueda hacer frente a las consecuencias de determinadas crisis industriales. La Junta de Andalucía ideó el sistema para disponer de fondos sin control previo, ni posterior y poder repartirlos a su libre albedrío, con la anuencia sindical. La compra de la paz social era el fin por el que se ideó la partida 31-L.
La sentencia era más que previsible. Tan previsible como decir que sin Alaya, el Tribunal de lo Contencioso no hubiera dictaminado nada ahora.