OPINIÓN
Políglotas
Los miembros de la moderna torre humana de este proyecto que ha venido a llamarse ‘globalidad’, estamos sometidos a la obligación de manejarnos en lenguas muy diferentes

Parece que el viejo mito bíblico (de claro tono xenófobo, por cierto) se ha hecho por fin realidad. Nuestra sociedad actual se asemeja mucho a aquella antigua torre erigida por gentes que hablaban idiomas diferentes. Un loco empeño que acabó sumido en la ruina propiciada ... por su propia confusión.
Los miembros de la moderna torre humana de este proyecto que ha venido a llamarse ‘globalidad’, estamos sometidos a la obligación de manejarnos en lenguas muy diferentes. Las de los distintos sistemas que componen nuestra sociedad actual. Cada uno de ellos con sus propios códigos de comunicación que debemos conocer a fin de no ser excluidos y relegados al silencio que supone una forma brutal de no existencia.
Hoy en día, el ciudadano de cualquier país del llamado mundo desarrollado debe conocer las claves comunicativas básicas del sistema económico porque tarde o temprano se verá en la obligación de usar una tarjeta de crédito o de solicitar una hipoteca, por más difícil que sea su concesión. Debe, al mismo tiempo, estar al tanto de los significados de los mensajes de quienes ocupan el poder o luchan por alcanzarlo, para que su cacareado derecho al voto no se convierta en mero acto mecánico en base a la atracción que ejercen los discursos fast food y los eslóganes electorales. Pobre de él si no maneja los resortes mínimos de ese sistema del derecho en el que habrá de buscar (aunque no siempre encontrará) amparo cuando se sienta indefenso en los inesperados vaivenes de su vida cotidiana.
Ni que decir tiene que deberá estar al tanto de las claves interpretativas de ese micromundo (no por ello menos complejo y la mayoría de las veces caótico) que conforma el entorno familiar. Por si el manejo de todos estos idiomas no fuera ya suficientemente engorroso, todavía le queda por aprender a nadar y a guardar la ropa en ese turbulento río del sistema educativo, donde se decide su aptitud o inaptitud para la integración más o menos garantizada en la vertiginosa dinámica social. Si acaso considera que este mundo se le queda estrecho y quiere trascender a más elevadas realidades, bien hará en manejarse en la retórica de las palabras divinas que preserva el sistema religioso.
Cuando haya de ir al médico, cosa que quizás dilatará pero que se presentará al cabo como obligación ineludible, habrá de entender las recomendaciones del galeno de turno, por más que este lo haga en esa jerga endiablada que trata de deslindar los oscuros dominios de la salud y la enfermedad. Si quiere estar al tanto de lo que ocurre en su inmediato alrededor en la otra parte del planeta, necesitará saber leer entre líneas en los textos periodísticos, impresos o audiovisuales, o andarse con pies de plomo para no sucumbir en la vorágine de imposturas de las modernas redes sociales.
Podría seguir enumerando otros idiomas, como el del sistema del amor, el del arte o el de la publicidad, pero me quedo sin espacio para tal avalancha de exigencia políglota. Este parece ser el precio que hemos de pagar por esa proclamada libertad que disfrutamos los seres humanos que hemos venido a nacer en estos tiempos. Por mucho que acabemos rindiendo nuestras comunicaciones al concreto sistema que consienta con incluirnos dentro de su ámbito, esta libertad de elección se verá ferozmente contrarrestada con la obligación de hablar otros diferentes idiomas en esta esquizofrénica Babel que tenemos el cometido de seguir erigiendo.