Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

El planeta de los simios

La decadencia ha sido siempre una de nuestras tarjetas de visita

YOLANDA VALLEJO

Una de las escenas más impactantes del cine futurista que se hacía en los años setenta, cuando ni existía el diseño por ordenador, ni siquiera se le esperaba, es la de un Charlton Heston –con un cuidado look entre Ben-Hur y Moisés-descubriendo, no se sabe bien si aterrorizado, o más bien aliviado, que el planeta de los simios estaba a dos calles de su casa. Que las dos horas y media de película se las había pasado en la plazoleta de enfrente, y no se había dado ni cuenta, oiga. Es lo que tiene cambiar un poco el atrezzo, que de pronto, parece que está uno en otro sitio sin haberse movido de la salita de su casa. A veces estos cambios resultan muy higiénicos para la mente, y otras, sin embargo, nos trasladan al planeta de los simios con Charlton Heston, la doctora Sira y el mono Aurelio incluidos. Yo lo llamo turismo de interior y lo hago de tarde en tarde. Es cuando saco a pasear al arqueólogo, al historiador, al arquitecto, al paisajista y al activista –agitador cultural, dicen ahora- que llevo dentro, y me doy una vuelta por la ciudad como si pasara revista a las tropas el día de las Fuerzas Armadas. Al fin y al cabo, la ciudad es nuestra, y si usted y yo somos responsables de su mantenimiento, pagando de manera religiosa nuestros impuestos, también tenemos derecho a exigir unos mínimos de limpieza y de salubridad en nuestro entorno.

La decadencia ha sido siempre una de nuestras tarjetas de visita. Tres mil años son muchos y queramos o no, los desconchones cada vez son más grandes y cuesta más disimularlos. Además, ese ambiente a lo Gatopardo, nos pega bastante. Un aire a La Habana o a Sarajevo, como más le guste a usted. Así que nunca me llaman demasiado la atención los bancos rotos de la plaza de Mina, ni la desdentada balaustrada de la Alameda que amenaza con caerse desde que tengo uso de razón. Somos así. El cuerpo a cuerpo de las fachadas ruinosas con las espantosas edificaciones, que en los últimos años del gobierno popular nos llevaron a encabezar los rankings en los observatorios mundiales de los despropósitos urbanísticos, es nuestra bandera –una de nuestras banderas, claro esta. Nada de eso me espanta. Ni el Parador –que a fuerza de mirarlo, hasta me gusta- ni el teatro de títeres, ni el pabellón del casco antiguo… ni siquiera me atemorizan ya los restos arqueológicos de lo que, en su día, iba a ser Puerto América porque después de todo, armonizan perfectamente con el escenario de posguerra nuclear en el que hemos convertido la Punta de San Felipe.

Sin embargo, después de la megalomanía de los últimos tiempos –símbolo inequívoco del declive absoluto- y después de los despropósitos de los mamotretos del Bicentenario y de la Pérgola-mirador –o mucho están tardando en tirarla, o esperan que se caiga sola, y puede que antes de lo que usted y yo creemos-, tenía la esperanza de que los nuevos vientos soplaran a favor de la ciudad. Pero andaba equivocada. Y no. No haré leña del árbol caído –y eso que tendría para elegir-, ni diré que la limpieza brilla por su ausencia y que las calles están muy dejadas –que también-, porque al fin y al cabo, a este planeta de los simios le hacía falta un poco de desaliño para empatizar con sus nuevos habitantes, pero hay cosas que claman al cielo y cuya responsabilidad no va más allá de San Juan de Dios.

En los últimos días, vecinos de la barriada de Astilleros han denunciado el deterioro progresivo y alarmante del parque Celestino Mutis. Papeleras rotas, mesas destrozadas, columpios que desaparecen, restos de botellón… la misma queja que los vecinos de la barriada de la Paz con el parque infantil de la plaza de Ubrique, donde una obra con esclerosis múltiple impide a los niños su uso. Y no son los únicos. Si se da una vuelta por el parque Genovés –eso que dicen que es el pulmón del caso antiguo-, comprenderá lo que es la decadencia en el más absoluto sentido del término. El césped –prefiero llamarlo césped a hierbajos, que es lo que son- crece de manera incontrolada por fuera de los parterres, los jardines están secos, el albero tiñoso, las flores mustias, y la excusa del Teatro Pemán parece el escenario dantesco de una castátrofe natural –si soporta usted bien las emociones fuertes, le recomiendo su vista desde la pérgola-mirador-, la charca de los patos, la cascada… en fin.

La cosa no mejora si sigue el perímetro de la Alameda, donde esquivar el socavón se ha convertido en la prueba estrella para corredores y andarines de colesterol. Ni se alivia al llegar a las murallas de San Carlos, ni al cruzar la plaza de España donde la dejadez de los jardines es la primera imagen que se llevan los cruceristas –esos cruceristas que un día nos sacarán de pobres, aunque usted y yo ya no estemos aquí para contarlo. Canalejas y San Juan de Dios, que vuelve a ser lugar de encuentro para el casting de Viridiana…y sume y siga.

A Charlton Heston le costó darse cuenta de que estaba en casa. Tanto habían cambiado los muebles de sitio que no pudo reconocerse en ninguno de los paisajes por los que habitualmente paseaba “El paisaje –decía Saramago- es un estado del alma”. Así estaremos nosotros cuando tenemos la ciudad como la tenemos.

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