Francisco Apaolaza

La Petróleo me hizo un hombre

La Petróleo se movía entre la suavidad de una bailarina del Bolshoi y la determinación de un grumete boxeador

En esos días andaba yo en Cádiz en segundo de levanteras y tenía alquilada una azotea en la Plaza de España a la que al amanecer llegaba el ronroneo de los motores de los barcos del muelle como el eco de otro mundo. A esa casa se accedía subiendo 84 escalones; qué corto era el camino al cielo. Cuentan que Manolete fue feliz en México. Yo fui feliz en Cádiz. Allí arriba, todo estaba pautado por el tiempo. En invierno había que tender la ropa con levante y resguardarse del poniente y, en verano, todo era al revés. Ese estar a merced del cielo le daba a la morada un aire de cabina de la ‘Surprise’ de Patrick O’Brian.

He leído que el Ayuntamiento ha entregado un premio a la Petróleo y la Salvaora -bien, Kichi- y me acuerdo cuando me mandaron una noche de verano a cubrir el certamen de ‘drag queens’ del Pópulo. Me sorprendieron los niños en primera fila y las señoras mayores, y todo aquel aire inocente que tiene Cádiz cuando a las familias enteras se les hace tarde en la calle. La Petróleo, bajita, rubia, vestida des ‘anées folles’ con un traje marfil por la rodilla y un collar de perlas, llevaba prendida una voz áspera, una voz de haber atracado en mil puertos. La Salvaora, alta, esbelta como una torre mora, tenía los ojazos azules y una espalda de delantero de rugby, y llevaba un vestido de bata de cola encarnado. Se agachó y le estalló la cremallera del talle. Coronaba su imponente estampa una melena recia como la de un león del África. De pronto, la Petróleo se acercó al público y dijo que el concierto se llamaba «algo de ‘drag queens’», pero que en realidad ellos eran -y esto lo pronunció como un grito de guerra- «¡Los maricones de Cádiz!» Enloquecimos.

Quedé maravillado. La Petróleo se movía entre la suavidad de una bailarina del Bolshoi y la determinación de un grumete boxeador en el muelle de Amsterdam. De pronto, giraba como un derviche y reinventaba su expresión. La Salvaora iba y venía con un ‘swing’ coplero envidiable. Cantaron sus cosas, la de «Al Uruguay-guay yo me voy-voy» y una adaptación de ‘La Zarzamora’ que decía así «En el café de Levante entre palmas y alegría, cantaba la maricona». Los niños se subían al escenario y ellas los tomaban en brazos. Al terminar la actuación, pasé al ‘backstage’ periodísticamente arrebatado pidiendo entrevistar a las artistas. No recuerdo el mismo pulso cuando años después entré en un despacho de La Moncloa. Acababa de conocer el eslabón perdido de los géneros. Empujé una tela oscura que delimitaba el camerino al aire libre y las encontré sentadas. «Pasa, chiquillo, ¡qué altura!», me dijo la Salvaora. Me miraban sentadas en sillas de plástico verde ante una mesa en la que reposaban dos maletines de maquillaje, un cenicero con dos pitillos, dos vasos de nocilla con tres dedos de whisky cada uno y dos tetas de silicona. Me sirvieron un DYC. Quería preguntarles por la lucha gay, la censura y toda la vaina y entonces la Petróleo abrió fuego: «Nosotras somos las artistas porque cantamos con nuestra voz, no como las demás». Comprendí que se merecían una entrevista de estrellas y hablamos de la copla y del arte y de Concha Piquer. ¿Qué importaba el sexo o el travestismo de cada uno? Allí, con los rellenos de silicona encima de la mesa comprendí lo que era ser reportero. De alguna manera, esa noche nací como periodista. La Petróleo me hizo un hombre.

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