Perder la de Ubrique
Por perder se pueden perder hasta la vida, el partido decisivo, el calor de la gente y unas elecciones; pero lo que nunca, nunca jamás, bajo ningún concepto se debe perder, es la cartera
Se pueden perder la dignidad, la vergüenza, el respeto, las llaves del coche, el último tren, la paciencia, las ganas, el trabajo, la pasión, los modales, los nervios, los papeles, el sentido, las gafas de sol, la caja de preservativos, el tiempo y hasta el ... gusto. Por perder se pueden perder hasta la vida, el partido decisivo, el calor de la gente y unas elecciones; pero lo que nunca, nunca jamás, bajo ningún concepto se debe perder, es la cartera. Y no por esos dos billetes de cincuenta que llevabas, que esos los recuperas escribiendo dos columnas o cantando un bingo.
Tampoco por el DNI, porque acabará apareciendo aunque sea con sus bordes teñidos de polvillo blanco como un 'Fresquito'. Y si no, tira uno de pasaporte, que es al DNI lo que Callejeros Viajeros a Callejeros. El carnet de conducir es otro que no supone un drama extraviarlo: total si ya te han dicho tantas veces otros conductores que te tocó en una tómbola. Y si en la cartera iba la tarjeta de crédito, mejor para ti: el ladrón o quien se la encuentre heredará tú deuda. El drama de perder la billetera, aparte de que le dices hasta siempre a la foto de carné de la tía abuela Frasca; digo que lo peor de perder la cartera es que lleves en ella el carnet de socio del Cádiz. Porque con los precios criminales que han puesto, a ver quién tiene los santos vizcaínos de volver a sacárselo.
Bueno, pues este que escribe perdió la de Ubrique –como diría Antonio Reguera– la noche del miércoles en una cita. Y todo por culpa de mi intolerancia al huevo, que no es tan severa como mi intolerancia al votante del PSOE, pero también se las trae. El caso, es que en una first date, los nervios me llevan a comer huevos, en forma de tortilla de patatas al whisky, a sabiendas de que si lo hago me voy a ir de bareta. Dicho y hecho: a los diez minutos de probar bocado huí corriendo hacia el interior del restaurante –estábamos en la terraza– de tal manera que ella debió pensar que de lo que me había gustado iba a la cocina a felicitar por la vía de urgencia al cocinero. A la vuelta excusé mi tardanza contándole que me habían abordado unos mormones frente a la máquina de tabaco.
Tras evacuar de forma turbulenta, se diría que con violencia, me di cuenta que no había papel, pero sí un gel de manos sabor frutas silvestres sobre el lavadero; llenando una mano de aquel jabón líquido de marca blanca y haciendo cuenquillos de agua con la otra, conseguí, tras varios viajes del váter al bidé, despejar el ojo moreno. No entraré en más detalles, pero el caso es que con los pantalones por los tobillos llegué dando saltitos ridículos –como de carrera de sacos de pueblo– hasta el WC de señoras, dónde sí había papel higiénico y jabón de manos sabor tuti-fruti. Es importante secar la zona, porque si el cerete se queda húmedo, después las hemorroides parecen las raíces de un ficus.
Como ya no se me ocurre pagar en una cita –lo que antes era un gesto caballeroso, ahora es un micromachismo–, no caí en que no llevaba la ubriqueña conmigo hasta la mañana siguiente, justo antes de partir de viaje. No llamé al restaurante por no pasar el mal rato de que me pusieran la cara colorá por dejarles el baño de caballeros como el Guernica. Evidentemente no puse ninguna denuncia, no fuera a ser que entrase en ese 0,001 por ciento de denuncias falsas y tuviese que acabar indultado por el gobierno como Juana Rivas.
Escribo esta columna frente a la misma chica de la primera cita–¡hoy está aún más guapa que el miércoles!–, esperando que nos traigan una ración de huevos rotos con gula y trufa. No tengo cartera ni vergüenza ni ganas de discutir sobre la cena a pedir. Eso sí, he comprobado que sobre el váter hay toallitas húmedas de Nenuco. Le acabo de decir que la tercera cita, en Casa Lucio: pienso 'pedirla' matrimonio allí. Verás tú dónde puede acabar el anillo.