Pequeños culés

Rafael Alberti escribió su ‘Oda a Platko’ después de un partido de final de Copa que tuvo lugar en 1928 entre su equipo y la Real Sociedad

Rafael Alberti escribió su ‘Oda a Platko’, guardameta húngaro del Barcelona, después de un partido de final de Copa que tuvo lugar en 1928 entre su equipo y la Real Sociedad en la santanderina cancha del Sardinero, salpicada por la furia de un Cantábrico bravío: «Ni el mar, que frente a ti saltaba sin poder defenderte. Ni la lluvia. Ni el viento, que era el que más rugía».

El deporte de los proletarios británicos había cuajado en esa «España pobre por culpa de los ricos» (Neruda, ‘España en el corazón’, 1935). Tiempos de rudimentaria épica para tan popular espectáculo; aquél fue un partido brutal; con tumultos, heridos y cargas de la Guardia Civil; Platko, agredido por sus rivales cayó sangrando atrapado al balón. Siguió jugando con la cabeza vendada y su vigoroso pundonor inspiró el bello poema: «Platko lejano, rubio Platko tronchado, tigre ardiente en la yerba de otro país».

No conocía esos versos cuando mi fratría infantil gaditana me hizo devoto de un Barça liderado por otro húngaro rubio, fuerte y hermoso, Ladislao Kubala. Corría el año 1960 y el Barcelona había encadenado dos campeonatos de liga con una línea delantera mitológica: Kocsis, Kubala, Evaristo, Suárez y Czibor; luego apartó al Real Madrid de una Copa de Europa que parecía solo suya desde la tragedia aérea que destruyó al Manchester United. En mayo de 1961 las camisetas azules y granas flamearon en la primera final europea sin el Madrid, fue en Berna con turbios presagios, pues allí Kocsis y Czibor habían perdido con fatalidad la Copa del Mundo frente a los alemanes.

Todas las crónicas lo decían, el Barça fue el mejor pero perdió por 3-2, Kocsis lloró después de haber estrellado dos balones contra unos postes de aristas que luego fueron prohibidos por la FIFA. Y nuestra banda de proscritos de San Severiano lloró la grandeza de sus héroes maltratados por la fortuna. Quienes entienden de fútbol dicen que en esas contingencias radica el éxito de un deporte cuyo resultado nunca es predecible, y el buen juego no siempre resulta laureado. Yo nunca he entendido de fútbol, pero admiraba a esos exóticos atletas a quienes no vi hasta un Trofeo Carranza del verano de ese mismo año, en el cual Kocsis marcó un hermoso gol de cabeza.

Lo confieso, nunca me ha interesado el fútbol como espectáculo; cuando me he sentado en la grada no consigo prestar atención, de modo que cuando la multitud jalea un gol me suele pillar pensando en otra cosa. Sin embargo la épica futbolística puebla los recuerdos de mi infancia, las peripecias de Kocsis me emocionaron tanto como las de Jim Howkins cuando finalmente entendió que para hacerse con el tesoro del Capitán Flint debería comportarse como un auténtico bucanero.

Durante mi adolescencia madrileña se desdibujaron mis recuerdos azulgranas, pero la infancia siempre acude para aliviar las inclemencias del alma, y en 1974 irrumpe en mi vida un nuevo héroe llamado Johan Cruyff ¿cómo no emocionarse al contemplar su danza sobre el césped?

Entonces un Barça que apenas había brillado en 14 años, venció por 0-5 en el Bernabéu, yo volví a sentir con alegría la pasión culé y todo Madrid estalló paradójicamente en una fiesta, animada por aficionados al Atleti y por sectores de la oposición política que identificaba a los madridistas con el régimen. De nuevo Alberti: «Porque volviste el pulso perdido a la pelea, en el arco contrario el viento abrió una brecha».

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