EL APUNTE

Un pequeño síntoma

La prevalencia del juego ilegal en Cádiz está ligada a una vieja cultura de insolidaridad fiscal

No hace falta ser un lince para toparse con un vecino, con alguna lotera en algunos barrios muy conocidos de distintas localidades gaditanas. Hombre de edad media, señoras mayores que en la puerta de su casa, venden «numeritos» para un sorteo que calla cuando Hacienda ... pregunta por él. No en vano, la provincia de Cádiz lidera este tipo de actividades que escapan de cualquier control tributario en Andalucía. La Policía Autonómica, en informes realizados durante los últimos años, confirma que en esta provincia se incoan más expedientes sancionadores por la venta de boletos ilegales que en todo el resto de la comunidad autónoma. Es un problema, un subterfugio legal, esencialmente gaditano. Las últimas operaciones demuestran que entre los números de esta provincia y los de las otras siete, no hay punto de comparación.

Pensar en una pobre señora, que sólo cuenta con los ingresos que obtiene de las ventas que realiza a familiares y amigos, nos acerca a la lástima y a llegar a comprender que se lance a esta actividad, aunque sea haciendo trampas al Estado. No es ninguna criminal, por supuesto, y para algunos forma parte incluso de la idiosincrasia de algunas zonas de su ciudad o pueblo. Pero conviene ser realista: los juegos ilegales no han nacido al calor de una depresión económica ni como alternativa a un mercado laboral sin apenas oportunidades.

Los loteros o las bingueras ilegales –recurriendo al femenino genérico porque es más frecuente la presencia de ellas que de ellos– llevan años llevando un sobresueldo a sus casas de esta forma; percibiendo beneficios sin que el fisco se entere. Las consecuencias de sus acciones son nimias si se comparan con la pésima gestión que políticos y banqueros han realizado en algunas entidades, empujando a este país hacia el precipicio colectivo en tiempos recientes. Pero sí es cierto que estos juegos ilegales son una representación más de la economía sumergida que también ha impedido que, en época de recuperación como la actual, el Estado hubiera recaudado más y, por tanto, la caja común presentara un aspecto envidiable cuando le llegó la hora de vaciar sus caudales.

También es sintomático de esa cultura de la picaresca, de pedir ayuda al Estado –a todos– con una mano, mientras con la otra se juega a ser trilero. Cuando miramos con envidia a países del norte de Europa, también debemos admirar esa conciencia común que repudia al defraudador y lo señala con el dedo por insolidario, por quedarse para sí lo que debería compartirse con todos.

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