Hoja Roja

Pelillos a la mar

«Lo que me parece absolutamente reprobable es que hayamos llegado a un punto en el que nadie parece responsable de lo que dice o de lo que escribe»

Cuando se le pierde el respeto a las palabras, pasa lo que pasa. O dejan de tener valor y se las termina llevando el viento, o se convierten en un arma de destrucción cansina. Ya se lo advertía Miguel Hernández a su hijo, «frontera de los besos serán mañana, cuando en la dentadura sientas un arma». Porque desde Babel nos cuesta tanto entendernos, y tan poco malentendernos, que el desdecirse, el contradecirse, el retractarse –nunca el disculparse, ojo– y el desmentirse, forman parte de cualquier conversación que se tercie, algo así como el séptimo elemento de la comunicación.

Es lo que tiene la palabra, que hasta lo dijo Aristóteles –o eso dicen– «uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras». Tan esclavo, que de ellas depende nuestra libertad, incluso la libertad de expresión, esa a la que invocamos cada vez que algo o alguien nos molesta, cada vez que no nos dejan jugar al donde dije digo, digo Diego, que es el juego favorito de esta temporada.

La polémica mantenida entre la concejala de Fiestas y el autor de carnaval despechado, es un clarísimo ejemplo de esto que les digo, de la esclavitud a la que estamos sometidos, del uso belicista de la palabra y del poco valor, que al final se le otorga a lo que decimos. La irresponsabilidad, al fin y al cabo. Basta con volver al principio y ordenar cronológicamente la secuencia para ver el poco respeto que se le tiene a la palabra dada. Porque verá, sin entrar demasiado en el fondo de lo que decía el desafortunado artículo que publicó el autor despechado –no olvide lo de significante y significado–, el uso de determinadas palabras cargaba el texto de pólvora suficiente como para hacerlo explotar.

Que es lo que ocurrió, evidentemente. Si uno vuelve a leerlo, vuelve a interpretarlo del mismo modo, porque como decían los clásicos «scripta manent» –que traducido resulta, que por mucho que nos lavemos la conciencia con lo de las palabras y el viento, lo escrito, escrito está– y ahí, se sigue leyendo lo de la «inapropiada presencia de la concejala de turno en el palco del jurado», y se sigue leyendo lo del disfraz de «papoalaire» –el término es aún peor que su significado– y se sigue leyendo lo del taquillero que «se llevaba un tanto por cada entrada». Ya ve, lo entrecomillo, no lo he dicho yo.

Ante esto, ya lo sabe, la concejala anunciaba que el autor despechado «será denunciado por un presunto delito de injurias y calumnias y odio por cuestión de sexo», tres faltas perfectamente tipificadas en el Código Penal. Y el autor, desatendiendo al poeta –la voz a ti debida, ya sabe– sin ningún tipo de empacho, confesaba al día siguiente «me retracto y borro lo dicho» porque «yo no he visto a esta persona en dicho palco»; lo que sí veía, al parecer, era propaganda electoral y «mucho hembrismo», pero por supuesto, en un tono muy menor y con la boca mucho más pequeña.

Claro que fue suficiente, como para que la concejala, antes indignada y ofendida, retirase la querella, olvidando las injurias, las calumnias y el odio por cuestión de sexo, y acogiéndose a que el mal perder –reducción al absurdo– «no parece ser materia del Código Penal». En fin. Que todo quedaba en un «tufillo machista», en un «aroma homófobo» –yo de olfato, ando regular– y en un tono «marichulo de sus palabras», según escribía la concejala en un larga carta, –qué les gusta una carta, por cierto–. Total, «como no soy el río Tajo, lo mismo corro para arriba que para abajo», que decía el refrán.

Un paná, que diríamos por aquí. Tanta tinta derramada. Porque al final, el autor despechado se alegraba públicamente de que se hubiese retirado la querella, y también se justificaba diciendo que, como la madre de Boabdil, se perdió cuando vio llorar al director de su coro. Cosas que pasan. «Por mi parte» –decía– «todo zanjado y pelillos a la mar».

Ahí es donde está el problema. En esos pelillos a la mar con los que desautorizamos y nos desautorizamos constantemente. Con los que frivolizamos nuestros mensajes y con los que banalizamos cualquier asunto. Verá. A mí me parece absolutamente legítimo y saludable que las personas discutan, debatan, rectifiquen y lleguen a encontrar los puntos de comunicación en sus discursos. Me parece prodigioso que dos personas con opiniones antagónicas consigan entenderse a través de la palabra. Lo que me parece absolutamente reprobable es que hayamos llegado a un punto en el que nadie parece responsable de lo que dice o de lo que escribe. Y que eso, que tanta gracia nos hace del «yo no ha hecho», se convierta en ley. Que nadie tenga el valor de mantener una palabra dada, sea cuales sean sus consecuencias.

Decía Oscar Wilde que, a veces, es mejor quedarse callado y parecer tonto que abrir la boca y eliminar toda duda. Claro que Wilde era inglés, y no nos sirve su consejo, porque a los españoles nos encanta abrir la boca y ponerle palabras a todo.

Incluso al himno nacional, que ya hay que tener ganas.

Pelillos a la mar

Artículo solo para registrados

Lee gratis el contenido completo

Regístrate

Ver comentarios