Yolanda Vallejo

Patrimonio de conveniencia

Tuve la inmensa suerte de que mi abuela fuese una fanática de las causas perdidas

Yolanda Vallejo

Tuve la inmensa suerte de que mi abuela fuese una fanática de las causas perdidas. De ella escuché, cuando ya su memoria se hizo histórica para siempre, una y mil veces las historias de José María el Tempranillo y los Siete Niños de Écija como si se hubiese criado con ellos en la serranía de Ronda, admirada en su relato de las proezas de los bandoleros que robaban a los ricos para dárselo a los pobres. De ella aprendí a solidarizarme siempre con el más débil –de ella, y de las monjas que se encargaron de mi educación, pero prefiero atribuirle el mérito a mi abuela– y a cultivar esa fantasiosa tendencia a creer que es posible cambiar el mundo a poco que nos lo propongamos. Especialmente sensible a cadenas de favores y a mensajes del tipo «gente corriente haciendo cosas extraordinarias» –la prosa podemita me cautiva, ya lo sabe–me siento fascinada por todas las iniciativas encaminadas a mejorar el mundo, sea este mundo o el del más allá. Sobre todo, si esas mejoras tienen que ver con lo que fuimos, porque siempre he pensado que no podemos saber a dónde vamos si no tenemos presente de dónde venimos. Y esa es la única manera de avanzar, porque eso, y no otra cosa, es el progreso.

Verá, en virtud de esa multipersonalidad que nos caracteriza a los gaditanos –arqueólogo, historiador, arquitecto, ingeniero, albañil y armador, que diría Elsa Baeza…– se nos suele llenar la boca hablando de nuestro patrimonio como si verdaderamente las piedras del teatro romano, por poner un ejemplo de lo más actual, fuesen de nuestra propiedad. Todos entendemos de caveas, de cómo se configura una fila de equites… Igual que todos hablamos de Mattan el fenicio, como si hubiésemos jugado a la lima con él en los arrabales de Gadir.

Llevamos el patrimonio grabado a fuego en nuestra cadena genética y nos sentimos tan orgullosos de él que miramos para otra parte cuando las propias administraciones que legislaron allá por los años 80 sobre la conservación y difusión del mismo, mantienen un estado de abandono tan preocupante como el que vemos –sin apenas darnos cuenta– en nuestra ciudad. La Asociación para la Difusión e Investigación del Patrimonio de la Provincia de Cádiz nació entre gente corriente, de esas que hacen cosas extraordinarias, con la idea de difundir de alguna manera los trabajos de investigación de un grupo de universitarios que apostaban por la conservación y divulgación del patrimonio como motor de desarrollo de un nuevo modelo de ciudad.

No sólo sacar a pasear a la vieja y desdentada Gades, sino convertirla en un generador de riqueza en la misma línea por la que habían apostado las ciudades más antiguas del Mediterráneo. Turismo y cultura como fórmula magistral para acabar con los achaques de esta vieja señorita a la que le disimulamos los desconchones con una manita de pintura barata.

Llevan años denunciando el abandono, por parte de las administraciones, del patrimonio material e inmaterial de la ciudad. Años poniendo el dedo sobre la llaga que más supura, manifestado su preocupación por el lamentable deterioro de nuestra historia. El maltrato –es quizá el término más apropiado– al visitante con horarios imposibles, con poca o ninguna información, con restos arqueológicos en manos de gerencias enfrentadas que se empeñan en mostrar más su enfrentamiento que la riqueza de las piezas que albergan… En fin. Qué le voy a contar que usted no sepa.

Porque usted, igual que yo, vio el vídeo que medio en broma, medio en serio, realizaron los miembros de ADIP junto con la «gente extraordinaria» que investiga nuestro subsuelo, y también se reconoció en el turista inglés que, guía en mano, recorre la ciudad. Y también sintió vergüenza al ver el cableado eléctrico taladrando una fachada de mármol –genovés, of course– y el estado lamentable del portón de la casa de Benito Cuesta, y las visitas infructuosas a los museos. Y sintió vergüenza porque lo que pretendía ADIP era ponernos frente a frente con nuestra realidad, una ciudad que presume de ser la más antigua de occidente, pero que solo tiene en su armario viejos vestidos pasados de moda. Y se dio cuenta de que 4.000 personas no pueden estar equivocadas, y por eso acudió a la convocatoria que el pasado jueves congregó a numerosa «gente corriente» para denunciar la pasividad de nuestras instituciones y la pasividad de nuestros vecinos que prefieren esperar sentados en la estación, como Penélope, antes que subirse a un tren en marcha. Porque sabremos de dónde venimos, vale, pero la única manera de saber, con certeza, a dónde vamos es poniéndonos en camino.

Nuestras administraciones han usado, de manera habitual, el patrimonio como moneda de cambio, como arma arrojadiza, como rehén a la espera de un cuantioso rescate. Un patrimonio de conveniencia. Nosotros, los vecinos –y las vecinas, para que no digan– queremos un patrimonio vivo, que dialogue con nuestro pasado en el mismo idioma, pero que nos sirva para entender nuestro futuro, para atraer inversores, para animar a nuevos emprendedores, para hacer, en definitiva, de nuestra virtud, una necesidad. La necesidad de empezar a cambiar el mañana.

Ya se lo dije, son gente corriente haciendo cosas extraordinarias.

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