Patricia Gallardo
Me gustan las catedrales
No es cuestión de religión, sino de admiración arquitectónica, no por nada fueron los primeros edificios que se construyeron con la ambición de llegar más allá
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Me gustan las catedrales y las basílicas. Cada vez que viajo me gusta, si no visitar, al menos ver por fuera su catedral o iglesia más relevante. No es cuestión de religión, sino de admiración arquitectónica, no por nada fueron los primeros edificios que se ... construyeron con la ambición de llegar más allá. Algunos dirán, ¿y los castillos?, ¿y los palacios? Venga va, también molan, pero no desprenden esa espiritualidad en sus cimientos que las hacen tan especiales a mis ojos. Siento debilidad por las góticas, no sé, tal vez sea por mi vena romántica, o porque me hayan influenciado libros tales como: ‘El jorobado de Notre Dame’, ‘Los pilares de la Tierra’ o ‘La catedral del mar’, o porque mi padre, aficionado a la historia, de siempre me hablaba de contrafuertes, gárgolas y arbotantes. De entre todas ellas, tuve particular interés visitar la de Burgos, León, Segovia, La Seu de Urgel o Barcelona (aunque he visto muchas más), y de allende nuestras fronteras la afamada Notre Dame. Me gusta el eco de mis pisadas cuando paseo por el crucero, cuando levanto la vista hasta romperme las cervicales para descubrir los detalles de sus bóvedas. Debido a este malestar tomé la decisión, cuando me lo permitían, de apuntar con mi móvil en modo selfie hacia los cielos y ver todos esos maravillosos frescos en la pantalla del mismo. (Truco para los que vamos haciéndonos mayores, sin quererlo, ni desearlo, por supuesto). Pero, sobre todo, me gustan las vidrieras por cómo juegan con la luz y los colores, y por cómo cuentan sus historias en sus imágenes unidas con tiras de plomo. Con esto no quiero decir que las otras no me gusten, también me enamoré de la Mezquita-Catedral de Córdoba, la cual visité en varias ocasiones cuando pasé allí una temporada, la de Valladolid (aunque de allí también me gustó la parroquia conocida como La antigua), la de Valencia o la de Tarragona. Incluso las extranjeras, la Santísima Trinidad de Dublín, San Pablo en Londres o la basílica del Sagrado Corazón de París. Todas y cada una tienen su grandeza y elegancia, todas se parecen, pero ninguna es igual. Y todas y cada una, son testigos del devenir de la historia y de lo relativo que es el tiempo.
Por supuesto no puedo dejar de lado nuestras dos catedrales, la vieja, por haber sido y la nueva porque todavía es. La catedral de la Santa Cruz sobre el Mar o Santa Cruz Sobre las Aguas, no es gótica, sino barroca-neoclásica y por eso es muy especial también, porque cuando yo era chica decía que era «de dos colores» como un helado de vainilla y chocolate y tan grande que tendría que necesitar dos días para recorrerla. Está en un enclave excepcional, desde sus torres, ya sea la Torre del Reloj o la Torre de Poniente, puedes ver a la gente diminuta a sus pies y la magnitud de océano Atlántico en la lontananza, estas vistas te hacen consciente de la insignificancia de ser humano en el mar del tiempo. Su cúpula dorada es la envidia del mismo Sol. Y qué decir de su cripta, esa bóveda vaída casi plana, obra del maestro Vicente Acero, cuya sonoridad hace que pienses que estás en mitad del mar. Mi catedral es mágica, llena de tesoros, tanto arquitectónicos como dicha cripta, como de valor como por ejemplo: la archiconocida Custodia del Millón, desde luego una ciudad trimilenaria como la nuestra no se merece menos.
Ya lo decía la coplilla: «La catedral de mi ‘Cai’ es tan bonita, es tan bonita, que parecen borlones de plata sus campanitas, sus campanitas…»