Patricia Gallardo
Aquellos videoclubes de barrio
Yo siempre decía que cada comercio tenía una determinada clientela, a excepción del videoclub que tenía de todo, ya que a casi todo el mundo le gusta el cine y hay infinidad de géneros y gustos
Estaba yo este fin de semana con el mando a distancia en busca de alguna película en ‘streaming’, o lo que es lo mismo de la SmartTV, por cierto un gran invento para una chica como yo: amante del sofá y la mantita y si ... ya lo rematamos con un paquete de pipas, pues es lo más. Cuando pasando el cursor por los distintos géneros (y escuchar a mi marido protestar de que lo hemos visto todo ya), empecé a acordarme de aquellos videoclubes de barrio. Me entró cierta nostalgia, sí a pesar de la comodidad de mi sofá y la facilidad de elección de una película, eché de menos el entrar en alguno de aquellos locales. Más concretamente en uno pequeño que había en la calle Sagasta, cerca del «camposur», que más tarde pasaría a los Callejones, donde forjé una gran amistad, que perdura desde hace más de veinte años. En aquel local pasaba mis horas muertas, no hay nada más divertido que echar una tarde en un videoclub de barrio, no por nada, como decíamos mi amiga y yo, los guionistas de ‘Aquí no hay quién viva’ se habían colado de incógnito por allí para tomar ideas. Yo siempre decía que cada comercio tenía una determinada clientela, a excepción del videoclub que tenía de todo, ya que a casi todo el mundo le gusta el cine y hay infinidad de géneros y gustos. Pero en el videoclub no entraban solo para alquilar, entraban para saludar, para conversar, para vender…sí para vender, cualquier vendedor ambulante o de papeletas varias (para viajes de fin de curso, para el palio de la Virgen, para navidad…) que pasase por allí, hacía su visita. Teníamos nuestros amigos fijos, porque la mayoría de las veces esos clientes se convertían en amigos, y teníamos también los compañeros de calle, aquellos dueños o dependientes de los comercios aledaños. Recuerdo con especial cariño a Paquita la mayor y a Paquita la fantástica, dos señoras mayores que tenían exactamente la misma edad, pero formas de ver la vida totalmente opuesta. La mayor, era la típica señora de perpetuo luto, conservadora, que nunca alquilaba, pero que siempre pasaba un rato a contarnos sus cosas cuando regresaba de la plaza con su inseparable carrito de la compra a cuadros. La fantástica era moderna, vestía pantalones vaqueros de todos los colores y se hacía unos vestidos que quitaban el ‘sentío’ calzaba unos tacones de infarto que ni en mis mejores sueños hubiera sabido llevar. Ella sí alquilaba, películas de monstruos y catástrofes, no os quepa duda que me hice su fan ‘number one’. Luego teníamos una ristra de locos que nos dejaban atónitas, pero de los que jamás tuvimos miedo. Como aquél que entraba descalzo comiéndose una manzana, hablaba solo con las películas y cuando se cansaba se sentaba en el escalón de la entrada a limpiarse los pies con la camiseta, el que entraba en silencio nos mostraba unas fotos de su cartera y se iba, los que querían dejar fianza para alquilar sin registrarse…en fin, tendría cientos y cientos de historias para contar. ¿Y a qué ha venido el contar esto? A que aquel local tenía alma, como tenía el resto de los Callejones, atrás quedó la alegría de una calle llena de comercios; algunos familiares, otros más rutilantes. ¿Quién no hizo una copia de llaves en el zapatero? ¿O se compró alguna prenda en las tiendas de ropa? Incluso una vez hubo un local de salchichas alemanas. Al menos, todavía podemos comprar botones en Ramírez, comprar jamón en el Cordobés o tomarnos un café en Las murallas. La calle ahora está triste, pero tuvo mucho para alegrar.
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