Francisco Apaolaza
Paraguas
Madrid amanece erigida en cementerio de paraguas
Madrid amanece erigida en cementerio de paraguas. Para cuando se hace de día, el viento ha puesto del revés miles de ellos. El madrileño –hombre-quimera–, ha roto tantos que ya solo se los compra de baratillo, y así sale a la calle y le duran lo que le duran las novias a Jesús Nieto Jurado. El mundo no es un lugar tan malo como se piensa, pero hay gente en España que ha tenido que renunciar a una de las últimas dignidades que le quedan al hombre, que es vestir un buen paraguas. Por eso ya no hay paragüeros que arreglen. Uno sale a la calle con uno de esos objetos debiluchos y patetizantes que no soportan ni el aleteo de una mariposa y se da pena a sí mismo y a los demás. Después, las raquíticas varillas se vuelven con la racha, que es como mueren los paraguas que conservan un asomo de dignidad: quebrados. En el peor caso se afligen miserablemente hacia adentro. El instante de la quiebra posee un punto de belleza, de susto y de urgencia, como si en mitad de Hortaleza se soltara el foque en una goleta en los Cuarenta Rugientes. Una vez roto, el paraguas se tira en cualquier lado, en la acera, por ejemplo, a los pies de una farola o en una papelera, asomando la astilla desnuda de los metales y los jirones de la tela.
A los paraguas rotos siempre se les mira con intención de segunda oportunidad. Después se desprecian, porque están empapados y hechos un asco. En la acera, dos personas se paran ante el mismo, una tras otra. El primero es un señor cuidadoso de vestir bohemio, pinganillo con radio de Juanrra Lucas en la oreja y esa edad en la que deja de importar cómo se llevan los pantalones. Uno de esos señores que de puntillas revisan los contenedores de basura por si alguien descuidado tiró algo que aún sirve. Pasa un tiempo bajo la lluvia confirmando que el objeto no tiene arreglo y lo posa sobre la papelera con el mimo con el que deja a sus nietos dormidos sobre la cuna. La otra es una mujer que se para, toma el paraguas con desprecio, lo tira al suelo y la emprende a patadas con él con la crueldad divertida con la que los adolescentes derriban las papeleras. España de paraguas rotos, unos los cuidan y otros los rematan.
El atasco es un caleidoscopio de luces sobre los cristales empañados. Macarena canturrea en el asiento de detrás y la radio dibuja sobre el país un mapa de chaparrones. De seguir así el escándalo de la Universidad Rey Juan Carlos, dimitirá hasta el propio Rey Juan Carlos. El periodismo avanza tanto que ya cuenta lo que han hecho las personas antes mismo de que lo hagan. A veces España ya sabe que Cristina Cifuentes ha dimitido, y puede ser que ya haya pasado. Convendrá una Wikipedia preventiva. Los cuates de Sinaloa lo cantaban así: «Ese ‘compa’ ya está muerto, solo que aún no le han avisado». Al final de las buenas biografías uno no sabe quién puñetas era el tipo. Le pasó a Limónov en la que le dibujó sensacionalmente Emmanuel Carrère. Cuando uno termina el libro no sabe quién fue Limónov. En ese libro que me recomendó Karina Sainz mientras desayunábamos en una posada de León con vigas de madera milenaria, leí una frase sensacional de Krylienko: «No sólo hay que ejecutar a los culpables; impresiona más la ejecución de inocentes». También esta de Giorgi Piatakov: «Si el partido lo exige, un buen bolchevique está dispuesto a creer que lo negro es blanco y lo blanco, negro». Ha parado de llover.
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