OPINIÓN
Pan
Mientras nos quede el pan, un resto de humanidad habitará dentro de nosotros
Mientras nos quede el pan, un resto de humanidad habitará dentro de nosotros. Pan amasado a mano con sudor y desvelo del hombre. Sudor insomne del artesano que, al salir de nuestro sueño, nos espera con el tierno milagro cotidiano de la harina transformada en ... alimento. Alimento para el cuerpo y para el espíritu, porque al comer el pan renovamos la comunión con nosotros mismos, la sagrada ceremonia que nos revitaliza la raíz profunda de lo que verdaderamente somos.
Cuando no tenía colegio mi madre me mandaba a comprar el pan. Sin yo saberlo, ni quizás ella tampoco, me hizo partícipe de un rito milenario. Me inscribió en el flujo poderoso del mito que había alcanzado suprema forma trágica en el ‘tomad y comed, este es mi cuerpo’, como símbolo carnal del dios entregado voluntariamente al sacrificio. Pan amasado con la fuerza vital de la palabra, fragante poesía recentada gracias a la acrecencia metafórica del trigo y la levadura.
Deslumbrados, vivimos en un mundo acelerado por los incesantes éxitos científicos y sus consecuentes desarrollos tecnológicos. Desconcertados, sobrevivimos en ese mismo mundo víctimas de la perversión producida en el vínculo original del hombre con las leyes de la naturaleza, bajo esa creciente mecanización que, en la absurda persecución de todos nuestros deseos, nos transforma en sus esclavos. Nosotros los hombres de hoy en día que repudiamos el amasar del pan con las manos y proclamamos la libertad de nuestro yo para ejercitar el control de la naturaleza, sin percatarnos que el precio que debemos pagar es el de convertirnos, cuando no en extraños engendros cibernéticos, en sujetos desligados del control de la razón.
Los filósofos existencialistas del siglo pasado, alertados precisamente por los logros de la ciencia, descubrieron el terrible vacío sobre el que flota nuestra existencia. Hoy seguimos empleando todos nuestros recursos materiales y todos nuestros rendimientos económicos en el agónico intento de ocultar ese abismo que se abre bajo nuestros pies. Sometidos a la ciencia y la tecnología asociada que continúan fieles a su empeño de convertirnos en superhombres cada vez más huecos por dentro. La ética del respeto del hombre que amasa el pan con las manos, que es la misma del que castra las colmenas o extrae la dorada sangre del fruto del olivo, está siendo triturada por el progreso implacable de la ciencia que nos ofrece un pan cuya miga es de una sustancia cada vez más parecida al plástico que lo envuelve.
Por ello, ir a buscar el pan a la boca del horno donde se cuece es un acto de introspección. Nos obliga a mirar dentro de nosotros mismos, amasados con la misma carne de los dioses llevados por su propio pie al sacrificio, y a descubrir el terrible boquete por el que se nos escapa nuestra más tierna humanidad. Ese boquete que solo puede rellenarse a base de la humildad que supone el reconocimiento de que no somos algo exterior a la naturaleza, sino que formamos parte de ella, que no somos manipuladores privilegiados de las leyes de lo vivo, sino que, a pesar de todos nuestros sueños de grandeza, seguimos estamos sometidos a sus implacables dictados.
Así que vayamos a comprar el pan de cada día a la panadería del barrio, porque es parte de nuestra obligación humana que ese prodigio se siga dando. Porque mientras que el pan amasado a mano salga cada mañana del horno repitiendo el milagro milenario, aún mantendremos, siquiera en lo más hondo de nosotros mismos, la esperanza de continuar siendo hombres frente a la cruel indiferencia de las máquinas.