José Luis Piluestán - OPINIÓN

De tal palo...

Pero cuando una noche llegué a mi casa después del ensayo me llevé una de las mayores sorpresas que ni siquiera podía imaginarme

En estos días donde uno está totalmente absorto de todo menos de ‘cannavá’, donde en el vivir cotidiano sólo hablo de lo mismo, que si los ensayos, que si el cuplé, que si esta agrupación que si la otra, que si los de la prensa…, y mi mujer un poco ya cansada de lo mismo, hace de tripas corazón y es por estas fechas cuando me deja como caso perdido, dándome la razón como a los locos.

Pero cuando una noche llegué a mi casa después del ensayo me llevé una de las mayores sorpresas que ni siquiera podía imaginarme. Les cuento. Resulta que al entrar en mi casa escucho por el pasillo un ruido un tanto extraño que hasta entonces no había escuchado en mi casa acompañado de una voz de ratita presumida.

Tanto fue el desconcierto, que esa extrañeza se convirtió en alegría, cuando observé ensimismado que mi hija estaba sentadita en su sillita de madera delante del televisor viendo la actuación del coro que ese día abría sesión; pero lo mejor es que entre sus manos aporreaba una guitarra pequeña que su abuelo esa misma tarde le había comprado en una juguetería. Imitando tal cual la actuación de ese coro, al verme me dijo «mira papi una guitarra y estoy haciendo carnaval como tú igual que cuando sales en la tele». Se pueden imaginar la sonrisa de oreja a oreja. Creo que esa imagen quedará grabada en mi retina para toda la vida. Desde ese momento comprendí que la saga carnavalesca que se inició con mi padre, que continuó conmigo y con mi hermano estaba dando una heredera con mi hija.

Bendito carnaval, al cual he maldecido muchísimas veces, pero ese día, con esa imagen le di gracias al Dios Momo y comprendí que el carnaval no se aprende sino que se lleva en la sangre.

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