Yolanda Vallejo - HOJA ROJA
Orgullo y prejuicios
Nos convirtieron en personas llenas de prejuicios, absolutamente idiotizadas y asustadizas
Cuando nos vinimos a vivir al mundo de lo políticamente correcto, apenas nos entregaron un manual de instrucciones con cuatro reglas, simples pero inquebrantables. Cuatro órdenes que, de contravenirse, llevaban implícitas las penas de exclusión y de escándalo –con escarnio- público. Pronto las asumimos y no nos costó mucho seguir el dictado: no llamar nunca a las cosas por su nombre —elaborando el más grande y mayor diccionario de eufemismos pacatos-, no decir nunca lo que realmente pensamos –atajando el camino más recto por los terrenos más pantanosos—, mirar siempre para otra parte –sobre todo a la hora de firmar-, y dar la razón al primero que la pida. Cumpliendo los cuatro mandamientos de la estupidez tenía uno más que asegurada la recompensa: ser una persona de consenso —nunca he entendido ese concepto demasiado bien, aunque tampoco lo he intentado—, respetable y respetada y, sobre todo, completamente alienada, que es de lo que se trataba.
El buenismo, lo llamaron, por no llamarlo otra cosa –atendiendo al punto uno del manual- y abrieron la barra libre de despropósitos, siempre justificables y siempre justificados. Verá. Según Mallam Abass Mahmud, que es un clérigo musulmán de Ghana, Alá se disgusta cuando dos homosexuales se unen, “y este disgusto provoca un terremoto”, un criterio que, como usted ya sabe, tiene la misma base científica que el de Peter Pan cuando afirmaba que cada vez que alguien dice que no cree en las hadas, un hada del mundo se muere, o el del arzobispo Cañizares, cuando incita a la desobediencia de “leyes basadas en la ideología más insidiosa y destructora de la humanidad de toda la historia que es la ideología de género”. Declaraciones nada afortunadas, que en el país de lo políticamente correcto se pueden hacer alegremente porque existe, también, el derecho al “donde dije digo, digo Diego”. Y no pasa absolutamente nada.
Nos convirtieron en personas llenas de prejuicios, absolutamente idiotizadas y asustadizas, convencidas de que la normalidad era lo que decían las normas, y no al contrario. Acostumbradas a etiquetar y a encasillar todo lo que nos rodea. A medir con la misma vara a todo el mundo, a juzgar por las apariencias, a clasificar la realidad en unos compartimentos tan estrechos que nos apretaban por todas partes. Y a hacer listas negras con lo que nos iba sobrando, llámelos —vuelvo al punto uno del manual— inmigrantes, refugiados, indigentes, parados de larga duración, familias monoparentales, personas en riesgo de exclusión social, disidentes, gays, lesbianas, transexuales, transgéneros, cuerpos periféricos… prodigios e ingenios de la corte, que decían los Austria. Los normales a un lado, y el resto, fuera.
Y aunque no me gusta el término “visibilidad”, -porque me recuerda otra vez al punto uno del manual-, a veces, no hay más remedio que utilizarlo porque detrás de cada etiqueta, detrás de cada mirar hacia otro lado, detrás de cada programa de reinserción – que no es más que un curso acelerado para volver al redil- hay personas. A veces se nos olvida y todo, pero haberlas, haylas. Personas que cargan, a veces, sin saberlo, con los prejuicios de toda la sociedad, con sus miradas esquivas, con sus insultos, con sus desprecios; simplemente por no seguir un esquema preestablecido por la hipocresía, el fanatismo y el papanatismo que nos caracteriza.
Por eso me parece necesario el programa que desde mañana lunes desarrolla el Ayuntamiento con motivo del Semana del Orgullo —no me gusta mucho utilizar lo de orgullo, pero bueno— y que bajo el nombre “Cádiz con Orgullo” pretende dar voz a un colectivo que ha permanecido durante mucho tiempo dentro de los armarios. Ondeará la bandera arcoíris —afortunadamente ya han entendido que no es necesario ponerla en la fachada de la casa consistorial—, habrá exposiciones, mesas redondas, proyecciones, actividades lúdicas y habrá, lo que considero un acto de justicia, un merecidísimo homenaje a la Petróleo y a la Salvaora.
Porque ahora que lideramos el ranking nacional de provincias con mayor número de delitos de odio por orientación o identidad sexual, es cuando más necesario se hace reconocer públicamente a dos personas que, sin haberlo tenido fácil —nada fácil—, han dado curso de normalidad a su situación, con su actitud y con su manera de vivir. Nunca salieron del armario, tal vez porque ni siquiera tenían un armario donde refugiarse, y tuvieron que ganarse la vida haciendo reír, vestidas de esperpento, folclóricas y escandalosas, —“en el café de Chinitas entre palmas y alegrías cantaba la mariquita”, impagable la Petróleo —a matrimonios de orden en salas de fiestas, en tablaos y en reuniones privadas, mientras en público se les negaba el derecho a la dignidad.
Ellas, que nunca se escondieron, “nosotras somos y hemos sido instituciones en Cádiz, España y el extranjero”, y que forman parte de la historia sentimental, —y casi de la arqueológica, que la antigüedad en esto, es un grado— de esta ciudad, merecen más que nadie este reconocimiento.
Porque en el mundo de lo políticamente correcto, donde todo es blanco o negro, también existen los colores, usted lo sabe tan bien como yo. Para gustos, tenemos el arcoíris. Lo demás, son estúpidos prejuicios.