Yolanda Vallejo - Hoja Roja

OMNIA MORS AEQUAT

Mis velatorios siempre eran de noches enteras, de noches de caldito de puchero o de café, para reconstituir a los que se dolían de un muerto

Yolanda Vallejo

Durante una época de mi vida tuve que asistir a muchos y muy seguidos velatorios. Eran en su mayoría velatorios caseros, nada que ver con esos resorts de la muerte en los que ahora hacemos el paripé de despedir a los que se van. Mis velatorios siempre eran de noches enteras, de noches de caldito de puchero o de café, para reconstituir a los que se dolían de un muerto que, generalmente, estaba colocado en la habitación más grande de la casa, rodeado de sillas y de llantos, de cirios y con el ataúd abierto. Velatorios de muertos, que en muchos casos, apenas conocía y en los que por acompañar en el sentimiento, acompañaba a mi madre y participaba de un ritual fúnebre que no por perdido, debe ser desdeñado. Siempre he pensado que lo último que se puede hacer por un muerto es guardarle vigilia hasta la sepultura, aunque por pensar así, me hayan tachado de inculta y hasta de macabra. Me da igual, lo de velar siempre me pareció una costumbre atávica, que nos ponía en conexión con nuestros ancestros de una manera muy simple, no sólo rindiendo culto a la muerte. En los velatorios –en los de antes- a pesar de las apariencias, se celebraba la vida del que se iba, siguiendo escrupulosamente una liturgia, que siempre comenzaba por un suspiro y la jaculatoria “No somos nadie” repetida hasta la saciedad, como una salmodia por cuantos iban llegando al duelo, y casi siempre terminaba con risas mal disimuladas por alguna ocurrencia, –muy hispánicos los chistes de los cuñados en los velatorios- o por el recuerdo de alguna historia surrealista, protagonizada por el finado. “Ya descansó” decían las plañideras de cuando en cuando, perfectamente sincronizadas y sin pisarse el turno unas a otras, antes de dar paso a la sesión hagiográfica: “con lo que era…”, “no tenía nada suyo…”, “se van los mejores…” y luego todo el catálogo de conjuros para espantar a la parca “que tardemos mucho en vernos así”, “hoy estamos aquí, mañana estamos ahí…”, usted sabe tan bien como yo de lo que estoy hablando, porque en este país hemos sido mucho de velatorios.

Tal vez, porque la presencia de la muerte nos aferra más a la vida, o tal vez, porque sabemos que a todos nos espera el mismo final. Pero no es cierto que la muerte nos iguale a todos, a pesar de los tópicos literarios y hasta de Jorge Manrique. Morirnos, sí que todos nos vamos a morir, pero la muerte no nos va a sentar de la misma manera, por mucho que Juan de Mena se perdiera en el laberinto de la fortuna y quisiera encontrar consuelo con aquello de que, tanto el rico como el pobre acabarían dando con sus huesos en la misma tumba, en la del olvido que va llenando los huecos que deja el muerto. Ya lo dijo García Márquez, “la gente debería morirse con todas sus cosas”, y así, las cosas de los muertos no terminarían convirtiéndose en lo que, en definitiva, son, un estorbo para las herencias o para las conciencias de los que los sobreviven.

No. La muerte no nos iguala a todos. Hay muertos y muertos. Esta semana lo hemos visto. El pasado miércoles la de la guadaña vino a por Rita Barberá, a pesar de que ya estaba muerta y enterrada, como política, desde hacía meses. La muerte la sorprendió sola, en la soledad de un hotel, intentando gestionar sus soledades. Dos días antes, la muerte se llevó a un hombre “varón de cincuenta años” –un sin techo, un indigente- en nuestra ciudad, a pesar de que llevaría muerto y enterrado muchos meses o años. La muerte lo sorprendió solo, en la soledad de la calle, entre cartones que apenas lo protegían de la soledad de no ser nadie ni siquiera entre los que no son nadie.

La que fue alcaldesa casi perpetua de Valencia y sus escándalos, fue honrada con un minuto de silencio por sus compañeros de hemiciclo –me da igual ponerle cara y nombre a los que se fueron, cada uno puede dar solo lo que tiene- y su muerte fue justificada por la presión mediática a la que se había visto sometida en los últimos tiempos –con Diana de Gales hicieron lo mismo y hasta nos lo creímos. Sus amigos, entre los que estaba el presidente del Gobierno, arroparon sus luces y sus sombras en su entierro.

Al varón de cincuenta años nadie acudió a despedirlo, ni siquiera hubo silencios por su muerte, tal vez porque ni siquiera sus compañeros de portal y de indigencia le ponían nombre “Lo siento, no tengo ni idea de quien era” era lo único que acertaban decir. Nadie arropó a quien, oficialmente, había muerto “de forma natural” cuando no hay nada más contranatural que vivir –y morir- en la calle.

No sé si alguien, como dijo Celia Villalobos, es culpable de la muerte de Rita Barberá. Lo que sí sé, es que de la muerte del varón de cincuenta años, somos culpables todos.

Ni siquiera la muerte nos iguala. Se calcula que solo en nuestra ciudad ciento veinticinco personas viven –malviven- en la calle. El frío, la lluvia, la pena, la soledad, y el desarraigo los arropan cada noche mientras nosotros miramos para otro lado.

Hoy celebra Cáritas el Día de las Personas sin Hogar, dése una vuelta por el centro, y póngale cara a la indigencia, antes de que la muerte vuelva a pasarse por aquí.

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