YOLANDA VALLEJO - OPINIÓN

Nostalgia con piriñaca

Las caballas, como los caracoles, formaban parte del ritual del verano, sin más pretensiones que las de aliviar la pesadez gastronómica del invierno

YOLANDA VALLEJO

El destino inevitable de toda generación es la nostalgia. Y sabemos que ahí vamos a llegar todos, tarde o temprano, porque lo de «cualquier tiempo pasado fue mejor» lo llevamos tan grabado en nuestra cadena genética que, inevitablemente, nos escapamos a los días azules y al sol de la infancia en cuanto se nos da la ocasión. Para los cuarentones de ahora –eso de los cuarentañeros siempre me pareció un eufemismo demasiado infantil y demasiado circunstancial-, existe todo un catálogo de recuerdos en los que comprar parte de esa patria, en la que Rilke localizaba los primeros años de toda vida. Porque otra cosa no, pero la nostalgia vende, y vende tela. Nuestra generación, que pasó prácticamente del blanco y negro –en todos los sentidos- de Cónicas de un Pueblo al multicolor -también en todos los sentidos-, de Verano Azul y su «Chanquete ha muerto», es, tal vez, la más sensible para este tipo de mercaderías de la memoria. En nuestro acerbo no están ni la posguerra ni la cartilla de racionamiento, no aparecen ni el desarrollismo ni las suecas en bikini; pero tampoco hay sitio para el estado del bienestar ni para el «todo incluido», porque fuimos niños en el país de la Transición, donde todo estaba por reconstruir, y por construir, hasta nosotros mismos, que crecimos proyectados a un futuro que se empeñaba en negar el pasado.

Por eso es por lo que somos presas fáciles para los vendedores de la añoranza, y eso que como dijo Peter de Vries, «la nostalgia ya no es lo que era». El olor a libro nuevo, el sabor de los polos de hielo –si es que alguna vez llegaron a tener sabor- el color de los rotuladores de la caja de treinta y seis, el tacto de los juguetes aún sin entrenar y la banda sonora del Lagarto Juancho –ahí fue donde supimos definitivamente que nunca hablaríamos inglés- conforman los límites de un mundo al que sabemos que no hay modo de volver, pero en el que nos sentimos a salvo de los peligros de la contemporaneidad. Todo aquello nos parece infinitamente mejor, nuestra E.G.B., nuestro cine, nuestras canciones, nuestros juegos, nuestras series de dibujos animados, nuestras meriendas… nuestros veranos. El verano es, sin duda, el terreno mejor abonado para la nostalgia. Los días largos de playa, tortilla y balón de Nivea, las noches cortas de plazoleta, pipas y dama de noche, delimitan el espacio en el que instalamos el campamento de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que nos gustaría volver a ser.

El verano tiene el poder de concitar en un mismo término todo lo dichoso –me ha quedado muy albertiano, lo sé; lo hice queriendo. Las vacaciones, la piel bronceada, el atardecer eterno, las charlas con los amigos, los conciertos, la siesta, las rebajas, los reencuentros…y las caballas. Porque si hay algo que todos recordamos como un himno del verano era aquel «pa’asarla, pa’asarla» que pregonaban los vendedores callejeros –todo muy insalubre, muy ilegal y muy lo que quiera, pero muy de Cádiz- por las esquinas, y que interpretábamos como el principio absoluto de la temporada estival, que dirían los cursis de nuestros antepasados. Verano y caballa como el binomio perfecto de la felicidad, todo tamizado por el poder terapéutico de la memoria, eso sí, donde no hay cabida para el tipismo turístico de la caballa –como si la Caleta vomitara caballas en cantidades industriales- ni para la pose virtuosa del caletero «moderno» que ha descubierto en la calle de la Palma su vena más popular y más de la gente, de la calle y de todas esas poses tan asquerosamente artificiosas. Las caballas, como los caracoles, formaban parte del ritual cotidiano del verano, sin más pretensiones que las de aliviar la pesadez gastronómica del invierno, sin más fantasías que las de aligerar el tiempo de nuestras madres en la cocina.

Pero como le dije, la nostalgia vende tela. Y la nostalgia de un tiempo que ya no existe – o que nunca llegó a existir- tiene el poder de convocarnos a cosas tan extrañas como el bautizo de la caballa que el próximo martes celebrarán la peña La Salle Viña y el Club Caleta, para festejar el inicio del verano. Si cutre me pareció siempre lo del entierro, ni le cuento lo que me parece el bautizo. Mucho menos cuando la pretensión es exponer «la recreación artesanal de este típico manjar veraniego» en un patio de la calle de la Palma, como reclamo turístico, hasta el próximo 20 de agosto en el que se dará «por concluido» el tiempo de playa. Qué le vamos a hacer. Cosas más raras se han visto, como el homenaje a los mayores de noventa y cinco años –la vejez, que es otro destino inevitable- o los conciertos programados en la Catedral.

Por eso entiendo perfectamente que los de mi generación nos escapemos al país de los recuerdos. Allí, donde no hay plenos municipales –mucho más ordinarios que extraordinarios- ni hacen falta presupuestos locales, siempre hace sol. Allí, donde no hay que pactar gobiernos ni hay deudas que pagar, siempre es verano. Allí, donde no hay refugiados ni crisis mundiales, siempre hay tiempo para una caballa, para una nostalgia, con piriñaca a poder ser.

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