Yolanda Vallejo - HOJA ROJA
No hay más que una
Una de las cosas que más le emocionaba recordar a José Saramago era el momento en que su madre, analfabeta de besos y de caricias, había recorrido las calles de su pueblo, pidiendo –casi mendigando– libros con los que aliviar la rabieta inconsolable de una fiebre infantil
Una de las cosas que más le emocionaba recordar a José Saramago era el momento en que su madre, analfabeta de besos y de caricias, había recorrido las calles de su pueblo, pidiendo –casi mendigando– libros con los que aliviar la rabieta inconsolable de una fiebre infantil, sin saber siquiera qué decían aquellas letras en las que el Nobel portugués reconocería, años más tarde, el amor sin condiciones de su madre. Yo también recuerdo –y conservo– el primer libro que me regaló mi madre, y el segundo, el tercero; y hasta el último. Fue mi madre la que me enseñó a leer, mucho antes de que el colegio se encargara de sistematizar lo que ella, con una paciencia que solo ponía en práctica para cosas muy contadas –y yo no solía estar en ese catálogo–, me había ido desvelando en los cuentos de Grimm, de Andersen…; y fue mi madre la que se encargó de que, junto al abrigo y la comida, en casa nunca nos faltara qué leer.
Ahora que la maternidad está tan sobrevalorada, porque traer hijos a este mundo se ha convertido en una especie de heroicidad personal, –o una aventura para contar en Facebook– más que un compromiso con la sociedad y un acto de generosidad absoluto, es cuando más necesario considero celebrar días como el de hoy. Y no, no es porque espere que mis hijos me sorprendan más que cualquier otro día, ni porque esta mañana vaya a abrir más regalos de los que habitualmente me hacen, envueltos en sus sonrisas –de niños tímidamente ingenuos antes; de adolescentes descaradamente hermosos ahora– sino porque creo que hay un cordón que nos sigue atando a esos primeros recuerdos, con los que fuimos capaces de construir nuestro paisaje y de trazar el camino de vuelta a casa. Una madre es lo único que –por encima de cualquier diferencia–, nos une a todos, porque todos tenemos una, sea como sea, y esté donde esté. Piense en la suya.
Piense en la de veces que le hizo repetir a dónde iba, y con quién, y hasta qué hora; sume las que le dijo que con la boca llena no se habla, o que la ropa había que doblarla antes de guardarla de cualquier manera; cuente todas las ocasiones en las que pareció no alegrarse por una nota en un examen, o en las que desaprobó un corte de pelo, o un novio de dudosa conducta, sin decir ni una sola palabra. Acuérdese de cómo conjuraba todos los peligros antes de que usted pusiera un pie en la calle, empezando por catástrofes naturales y terminando por perder el autobús, «ten cuidadito». Recuerde que sin toda aquella letanía, hoy usted no sería quien es; ni yo tampoco.
Acuérdese del poder sanador de aquellas manos impuestas en la barriga, cuando un empacho era el salvoconducto para quedarse el día entero en la cama; las de una madre «son las únicas manos que tiene corazón», decía Benedetti; unas manos capaces de dar collejas y caricias sin que una cosa entrara en conflicto con la otra. Unas manos que secan lágrimas, que peinan dando tirones, que cosen rodillas y corazones desgarrados, que dibujan una casa, que cocinan sentimientos, que limpian pesadillas, que ordenan el universo desde el principio de los tiempos… y hasta el final.
Vuelva a cogerla de la mano y salga a pasear por su vida. Deténgase en los mismos lugares en los que ella se sentó a mirarlo mientras usted jugaba a crecer; suba despacio las escaleras del mismo tobogán porque el que ella lo lanzó, con miedo, la primera vez; y sorpréndala, haciéndose la sorprendida, la primera vez que en un papel le regaló unos garabatos mal hechos, en los que solo ella era capaz de leer «mamá». Déjese mecer otra vez por ella y déjese –aunque solo sea hoy– llevar.
No existe nada más poderoso que la vida abriéndose camino desde las entrañas de una madre, no hay acto de inmolación más sagrado que el de entregarse a los hijos, sabiendo que, ya desde el primer llanto, esos hijos no le pertenecen. Criarlos, cuidarlos, guiarlos, darles alas y fingir que los suelta de la mano. Porque no hay nadie en el mundo que finja mejor que una madre el dolor, el sufrimiento, la falta de sueño, la angustia y el fracaso de saber que en cada decepción, en cada herida, en cada golpe de sus hijos están los suyos y los de todas las mujeres que sostienen el mundo.
Mi madre me enseñó las mismas cosas que a ella le había enseñado la suya, quien, a su vez, había aprendido de su madre lo que aquella había heredado de la suya, y de todas las que le precedieron a lo largo la historia. Ellas, las madres, son –somos– de otra materia. De la materia con la que se construyen los sueños. Y aunque no estén con nosotros o su memoria se haya quedado enredada en el pasado, siguen repitiendo cada mañana ese «ten cuidadito», en el que una quisiera quedarse para siempre.
El hijo pequeño de una amiga mía dice que «las madres son lo mejor que hay, porque siempre te hacen un colacao a cualquier hora». Y usted y yo sabemos que es cierto, porque madre no hay más que una. Felicítela.
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