Yolanda Vallejo - Hoja Roja

Ni ninfas ni brujas

En el glorioso 92 –¿qué es un cuarto de siglo para la ciudad más vieja y envejecida de Europa?– una amiga y yo convencimos a otra amiga para que se presentara a ninfa del Carnaval

Yolanda Vallejo

Ahora que anda usted entretenido con esta Navidad prolongada de lunes festivo, aprovecharé para confesarle una cosa. Seguro que no me hará mucho caso; al fin y al cabo, aún tiene que gestionar las sobras de la nevera y le quedan solo cuatro días para hacer balance de un año extraño. Aunque si hemos sido capaces de sobrevivir en un país sin gobierno, creo que no tendrá muchos problemas para digerir lo que le voy a contar, y en última instancia, siempre podré utilizar el comodín de la resaca por sobreexposición navideña para defenderme ante los más que probables ataques.

Verá. No hace mucho, en el glorioso 92 –¿qué es un cuarto de siglo para la ciudad más vieja y envejecida de Europa?– una amiga y yo convencimos a otra amiga para que se presentara a ninfa del Carnaval. Lo hicimos por dos motivos; aunque solo fue uno el que le dijimos a la incauta –la llamaré X– para apaciguar sus más que razonables dudas. El motivo aparente, era hacer una especie de estudio sociológico –aún no existía ‘Gran Hermano’ pero ya habíamos leído a Orwell–, algo así como la formulación de un silogismo filosófico, «las ninfas son mujeres florero, fulanita es una mujer florero, luego fulanita es ninfa». Facilón, no?. En el fondo, y ese era el verdadero motivo, lo que pretendíamos era pasarnos un Carnaval de escándalo en calidad de acompañantes de la ninfa, pero eso, claro está, no se lo dijimos a nuestra víctima hasta pasados unos años. Total. El caso es que X se presentó, dijo que le gustaba mucho «la poesía de Fernando Quiñones», que «su sitio favorito de Cádiz era la Alameda»y que sería capaz de cantar el popurrí de ‘Nuestra Andalucía’ si se terciaba. Y como César: veni, vidi vinci. Y tuvimos ninfa. Siempre pensé que mi amiga y yo aniquilamos por completo cualquier posibilidad para X de ser proclamada diosa, por presentarnos de manera impresentable en el Casino minutos antes de comenzar la elección en el tablao de San Antonio, pero nunca se lo dijimos. Aparte de eso, no tuvimos ese Carnaval que habíamos imaginado –nosotras, quiero decir, porque ella sí que lo tuvo– pero en una memorable fiesta en la carpa del segundo domingo nos hicimos muchas fotos con su banda y con sus admiradores. Y ya está. Imagino que ella acabaría hasta el gorro de ninfa de sonreír y de bailar tanguillos en los sitios más insospechados de la ciudad, pero nunca nos lo dijo. Sociológicamente aquello nos pareció un churro, pero un churro sin pretensiones ideológicas ni tintes sexistas. Ya le digo de antemano, que en el 92 tampoco daba la cosa para más.

Luego, es cierto que durante años, entretuve muchos domingos mirando las fotos en prensa de las candidatas. Teníamos hasta un certamen casero ‘¿Quién te iluminó?’ en el que puntuábamos –no diré los criterios– a las cándidas –y no tanto– muchachas –y no tanto– que aspiraban, con la mano en la barbilla y la vista perdida, a una de las nueve codiciadas plazas. Al principio representaban a empresas, grandes almacenes, peñas, pero una vez que, de esta ciudad, desaparecieron las empresas, los grandes almacenes y las peñas, era solo la voluntad –ellas hablaban de ilusión y eso– la que movía a las jóvenes a participar en un concurso absurdo, lleno de incongruencias y que combinaba lo peor de los certámenes de belleza con lo peor de unos ejercicios espirituales. «Por el poder que me otorga la ciudad de Cádiz… Gracias, Cádiz, gracias al patronato, gracias ‘donvisente’, gracias a mis niñas, estoy muy nerviosa».

Entiendo perfectamente la caducidad de un formato que nada aporta a la fiesta, y donde todo el protagonismo se reduce a estar apretujadas en un palco y, con un poco de suerte, a izar o arriar banderas. En fin. Las cosas cambian, las personas también. Y no me parece mal deshacerse lo que no sirve para nada. Ahora bien, dicho esto, también le diré lo ridículo que me resulta lo de «resignificar» la figura de la mujer en el carnaval, apelando a un «protagonismo proactivo» de la misma; lo ridículo que me resulta defender que lo de las ninfas genera empleo y «da de comer» en la ciudad, y lo ridículo que me resulta que la iniciativa ‘Por un Carnaval Igualitario’ pretenda que este tema se trate en Pleno, como si la ciudad que más habitantes y más empleo pierde por año no tuviese otra cosa en qué pensar.

A ver si me explico. Lo de cambiar los muebles de sitio no es sino un mecanismo engañoso que, durante un tiempo, nos crea la ilusión de estrenar casa. Pero es solo eso. A veces, la única solución para salvar la vida es amputar un miembro, aunque sea cortando por lo sano. No sé si esta iniciativa ciudadana, a la que se han sumado incluso «catedráticos» –en fin–, se atreverá. Desde luego, lo de «la alternativa de una Bruja Piti representada por una mujer» es tan insustancial, tan anacrónico y tan obsoleto –y tan de las fiestas típicas– como lo de las ninfas.

Usted comprenderá, bastante tengo con administrar mis sobras navideñas como para administrar las sobras del Carnaval. Porque ya puestos, las ninfas, las brujas y los momos no sirven para nada.

Y la carroza de los maromos, tampoco.

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