Nico Montero
Jesús no quería morir
La muerte de Jesús fue la consecuencia natural de su vida comprometida hasta el extremo
La muerte de Jesús, tantas veces representada por inigualables artistas de la pintura y la escultura a lo largo de los siglos, puede hacernos caer en la sensación de una muerte poética, de manera que la belleza de las obras desdibuje y suavice la crudeza ... de la tortura vivida por Jesús. Era tan injuriosa la condena que estaba prohibida para los ciudadanos romanos. A la tortura se añadía la infamia. Era una muerte lenta y exasperante, una tortura cruel, era el peor suplicio que podían encontrar para matar. Se clavaban las manos y los pies en el madero y al colgar, el cuerpo se consumía en la asfixia. Al desangrarse, se padecía gran sed y fiebres, unido a unos dolores intensos al estar colgado el cuerpo de tres hierros. Era una muerte pública, de escarmiento por la gravedad de los delitos.
Agustín de Hipona sentenciaba que Jesús murió para liberarnos del pecado original, aquella desobediencia que habían cometido nuestros padres en el Jardín del Edén y que introdujo el pecado y la muerte en la humanidad, transmitiéndose a las generaciones posteriores de forma hereditaria. Siempre me pareció contradictorio que la humanidad estuviera en números rojos por un pecado ancestral y que Dios quisiera cobrar la deuda, como un recaudador de impuestos implacable. Y más llamativo, que la pena por el pecado del hombre se pagara a través de un sustituto (su propio hijo) como estaba estipulado en el sistema de sacrificios animales que nutren el Antiguo Testamento. Sin duda, una herencia del judaísmo donde el perdón de los pecados, la expiación, llega a través del rito de la sangre.
Dejando a un lado la trama agustiniana, a la luz de los Evangelios, Jesús ni era un masoquista, ni vivió interpretando un papel, como si siguiera un guion del que ya sabía toda la trama. Por un lado, Jesús amaba la vida profundamente y no deseaba morir, sino seguir compartiendo su tiempo y su proyecto con todos los que se acercaban a él con hambre de vida y en busca de sentido. Por otro lado, no era consciente de todas las implicaciones y sucesos que generaría su itinerario y sus acciones. De ahí, la autenticidad de su humanidad, la misma que le hizo llorar de angustia la noche del Jueves Santo, en el huerto de los olivos, cuando todo indicaba que llegaba el final y pedía a su Padre que apartara de él ese cáliz.
La muerte de Jesús fue la consecuencia natural de su vida comprometida hasta el extremo. Se enfrentó a los poderosos en favor de los humildes, recriminando públicamente la hipocresía de los sacerdotes del templo, de los escribas y fariseos. Se atrevió a llamar “Papá” (Abba) a Dios, rompiendo los moldes teológicos judíos y creando un gran desconcierto, interpretado como herejía. Se enfrentó a la religión y a sus normas vacías y deshumanizadas, poniendo a la persona en el centro, atendiendo a enfermos cuando estaba prohibido y anteponiendo el ser humano a la ley judía. Se rodeó de los pecadores oficiales y también de gente sencilla: recaudadores de impuestos, prostitutas, pescadores, mujeres… y con ellos cultivó la amistad y compartió su mensaje. Su voz alentaba una revolución de la fraternidad y de la justicia, a hilo de un canto innovador y programático: el Padrenuestro. En tan solo tres años, desde que entró en Jerusalén montado en un pollino, su vida pública le había colocado en el punto de mira como una amenaza al orden establecido. Jesús debía morir. El resto ya lo conocemos. Murió, torturado y crucificado, víctima de una vida coherente y entregada en favor del Reino de Dios y la Justicia. La experiencia de la resurrección permanece viva en quienes siguen creyendo y dando su vida por el proyecto inacabado de la buena noticia de Jesús de Nazaret.
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