Amor líquido…
La tendencia al individualismo hace ver las relaciones sólidas como un peligro para la autonomía persona
Hoy me viene a la memoria el célebre sarcófago de los esposos de Villa Giulia, fechado hacia 520 a.C. Sus dos figuras se muestran recostadas sobre el lecho y no aparecen muertas ni dormidas, sino vivas y despiertas. Parecen dialogar, gesticulan, destacan por su ... vivacidad y como se relacionan entre sí. 25 siglos desposados, y ahí siguen juntos, mirándonos con el desafío de un amor eterno, reliquia del pasado. Son tiempos en los que se suscribe que ni en la riqueza ni en la pobreza, ni en la salud ni en la enfermedad, y mucho menos, hasta que la muerte nos separe. Mi amigo Juan Carlos Aragón lo escribía certeramente en aquel pasodoble de los americanos que tantas veces cantamos: «pero hasta los amores ya se van con estos tiempos y estos tiempos qué saben de amores que son más fuertes que el viento, o será que los tiempos de ahora han tenido la suerte de fabricar sin dolores, amores más blandos y vientos que soplan más fuerte… por lo menos, ya la muerte no será de un mal de amores».
Hace casi veinte años el sociólogo Zygmunt Bauman introdujo el concepto de «amor líquido» como una continuación a su pensamiento sobre lo que él denominó «modernidad líquida». Con él trató de describir el tipo de relaciones interpersonales que se desarrollan en la posmodernidad. Éstas están caracterizadas por la falta de solidez y por una tendencia a ser cada vez más fugaces, superficiales, etéreas y con menor compromiso. La tendencia al individualismo hace ver las relaciones sólidas como un peligro para la autonomía personal. A esto se une la generalización de la ideología consumista en la que el resto de personas empieza a verse como mercancías para satisfacer alguna necesidad, y el amor se convierte en una más. Las relaciones por Internet se convierten en el modelo que se exporta al resto de relaciones de la vida real. De hecho, más que relaciones, se buscan conexiones, ya que estas no necesitan implicación ni profundidad. En las conexiones, cada uno decide cuándo y cómo conectarse, y siempre puede pulsar la tecla suprimir.
El posmodernismo trae de la mano un fuerte hedonismo. Éste se convierte en el camino cada vez más transitado, siendo la satisfacción inmediata y el narcisismo características muy asentadas del individuo actual, obsesionado por los selfies y el postureo. Y es por eso por lo que la búsqueda del placer personal, de uno mismo, se hace fuerte en las relaciones amorosas de la actualidad. Y ante la primera insatisfacción, brota el deseo de adquirir nuevos objetos de amor. De cambiar los «defectuosos» por unos carentes de «imperfecciones». El amor se convierte en el arte de consumir y descartar.
Quizá haya que nadar contra corriente y salirse del guión, escapando de la inercia, del vertiginoso credo posmoderno. Quienes optan por el amor se sumergen en aguas llenas de incertidumbre. Realizan una apuesta en la que bien podrían ganar o perder. Pero bajo la incertidumbre se construye el «encuentro». La fugacidad no permite que esto suceda, no da la oportunidad de encontrar al otro y de encontrarme. El «yo y tú» del que hablaba el filósofo Martin Buber solo es posible cuando dejamos de ver al otro como un «ello», como un objeto. Cuando reconocemos al otro como un igual, cuando nos despojamos de nuestros miedos es posible el encuentro vital. Toda vida verdadera es encuentro. Y ese proceso es el tiempo más grande, que traduce lo fugaz en historia compartida. Como reza el pasodoble: «Pero el tiempo más grande que hay es el del amor si es amor infinito. Y yo que lo tengo no lo cambio ni por otro amor ni por un continente. No lo cambio porque en este mundo no hay nada más puro que pueda encontrar, y aunque a veces me haga ser esclavo, tampoco lo cambio por mi libertad… Si la muerte tiene que llegarme un día… a Dios le digo que me lleve entre sus brazos, que si muero por amor, me sobrará la otra vida». Como epitafio final: En vez de amores líquidos, más vale amores que cuenten y liquidez en la cuenta.
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