Montiel de Arnáiz - OPINIÓN

Negra Navidad

Llega diciembre y olvidamos que las cicatrices proceden de vivencias previas; somos seres zaheridos por dolor, culpa o negligencia

MONTIEL DE ARNÁIZ

La Navidad en mayúsculas no es solsticio de invierno ni gaitas vikingas, sino la época incierta en la que nuestros corazones de tamaño variable reblandecen la costra de crudeza con que nos viste el vivir. Llega diciembre y olvidamos que las cicatrices proceden de vivencias previas; somos seres zaheridos por dolo, culpa o negligencia. Es una época incierta, como decía, que nos conduce invariablemente a la infancia, no lo nieguen, entendiendo ésta como el recuerdo de la madre y el padre, los regalos que unos Reyes Magos sin paridad nos dejaban bajo el árbol de bolas de color, o los lugares comunes de cada cual: el duro turrón del Lobo, la extraña calva de la lotería, el pavo atrincherado en la terraza rehuyendo el horno, el duelo a tenedor por el último mazapán y el cante por villancicos desafinados, como Dios manda.

Al paso de la Navidad uno mete marcha atrás al biorritmo, se para y piensa que se halla en la última semana del año; dota de dignidad a las cincuenta y una restantes y reflexiona sobre lo que tanto ha pasado. Si nos fijamos con cuidado, si revisamos las agendas de citas, los correos electrónicos archivados y hasta las más antiguas conversaciones de ‘whatsapp’ (con memes de moda incluidos), encontramos alcaldesas postergadas, bastones de libertad al viento, alijos de droga sin aprehender, Zonas Francas torticeras, BAM que en realidad son ¡BAM!, huelgas políticamente intencionadas, cachondos procesados por la justicia, Susanismo o muerte, ninfas y ninfos y hasta el negro más famoso, ése del que tanto se ha hablado en el mundo de la píldora roja o azul que es el Matrix cuñadil. Sí, ya saben de cuál hablo. De Gagne, el inmigrante senegalés que llegó en patera a sellar el paro en la misma Roquetas de Mar en la que le tocó el sorteo del Gordo, o qué pensaban.

Algunos estamos hartos de ver a Tom Hanks vendernos a plazos el American Dream y resulta que Gagne nos ha mostrado el camino de baldosas amarillas hacia la Navidad. Desconozco su apellido mas sólo saber que una persona con necesidad resuelve en parte su vida y la de los suyos es algo que me reconforta, igual que a todos ustedes, a buen seguro. Esa es la magia de estas fechas, la que provocó el éxito del anuncio del año pasado, el de ese camarero guasón que guardaba su boleto al feligrés tieso que se parecía al doctor House. El hechizo de Jesucristo nos reconcilia con nosotros mismos en esta bondad pasajera que nos provoca la infancia. Es verdad, lo sé, a veces ocurre como dice ese aforismo perdonavidas que he leído en internet: «nos levantamos de buen humor y luego vamos encontrándonos a la gente»; esa gente que provoca sentimientos, buenos o malos, en función de muchas circunstancias, como por ejemplo el tiempo.

Empecemos de nuevo, hagamos como el fantasma de las navidades pasadas y retornemos a un año atrás, a un enero sin duda más frío que el que vamos a iniciar. Cómo íbamos a imaginar en aquel entonces que un simpático donnadie destronaría a la diosa del Teofilato, que iba a pagar con creces la gestión de un PP nacional meditabundo y acomplejado por los sobres de sus tesoreros y los mensajitos de su presidente. Corría una España más pendiente de la prima de riesgo que de la tasa natural de desempleo y, llegando el carnaval, entre copla y copla, se advertía ya el espíritu de la insatisfacción, el recrudecimiento de las protestas populares y el fervor del patio de butacas del Gran Teatro Falla. Teófila Martínez, inmersa en su lucha por inaugurar a tiempo el segundo puente, era atacada no tanto por su gestión como por los escándalos judiciales en la Zona Franca, el gasto en la televisión local o el uso excesivo de sus pantallas led para el autobombo publicitario.

En los plenos municipales ya había habido chicha y hasta limoná y un partido de nuevo cuño había dado la campanada –no como Canal Sur en fin de año–en las elecciones europeas. Su líder, Pablo Iglesias, era cada vez más conocido por sus críticas corrosivas a las instituciones del Estado y a sus componentes, en muchas de las ocasiones con toda la razón. Mientras, bajo su abrigo, una joven activista, sindicalista, profesora y excandidata a la Alcaldía por un partido anticapitalista, Teresa Rodríguez, se ubicaba en la primera fila del partido de Iglesias en Andalucía al tiempo que, a su lado, aparecía un hombre simpático, un comparsista que narraba en verso la murga del currelante ataviado con camisa de gondolero. Meses después, ese hombre sería alcalde en Cádiz y toda España conocería a José María González, ‘Kichi’, como uno de los reyes taifas del país morado, junto a Ada Colau y Manuela Carmena. Tras ellos vendrían los Ciudadanos de Albert Rivera y el órdago independentista de Artur Mas y los antisistema de la CUP, y nada sería igual.

En Cádiz hay cosas que cambian y otras que permanecen invariables, como su belleza inasible al amanecer las rocas húmedas de mar, o un equipo de segunda con deuda de primera y dirigentes de tercera. En una ciudad paralizada por su propio inmovilismo, la figura de González ha tenido claros y oscuros, apunta buenas intenciones aunque le falta demasiada mili como concejal en la oposición. El nuevo alcalde venía armado con su megáfono y salió pertrechado de un pértiga de mando. Esto lo posibilitó el cabeza de lista del PSOE, Fran González, que lleva varios meses jugando una arriesgada partida de ajedrez -que no se le hubiera ocurrido ni al guionista de Juego de Tronos- y de la que se espera resultado tras las pasadas elecciones de las navidades presentes.

El futuro dicen que está ya escrito y por eso se repite. Uno mira al viento, se acuerda de Dylan y piensa dónde estaremos todos en doce meses, qué cambios habrá operado la vida que vivimos en nosotros y en nuestros amigos y familiares. Es en esos momentos en los que debemos relativizar todo lo transcurrido y mirar al horizonte, pensar en nuestro senegalés de Roquetas que va a cobrar su premio gordo, ese dineral que nunca nos toca porque nunca compramos el boleto adecuado. En su felicidad que hacemos nuestra, en la solidaridad del pueblo bueno, que somos todos, torna negra la Navidad; el tiempo pasa y observamos con calma chicha y sin limoná que la única verdad es que todo cambia y que el único premio que nos llevamos es todo lo que vivimos buscando la felicidad. Y encontrándola, a veces.

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