La nave de los locos

Nunca me cansaré de preguntar qué extraño mecanismo se activa en el cerebro colectivo para que todos, a la vez, perdamos la cabeza

Yolanda Vallejo

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Lo bueno de vivir en una ciudad enajenada –que según la Academia, significa «que ha perdido la razón, de una manera permanente o transitoria»– es que puede pasar cualquier cosa, y a cualquier hora, y eso es una buena noticia, porque nos mantiene siempre en un estado de alerta máxima. Ya lo ve. Aún no han vuelto los niños al colegio, ni siquiera ha tenido tiempo de devolver los regalos indeseados ni de quitar el espumillón de la puerta, y todavía tiene usted el salón como un campo de batalla en plena contienda, pero ya sabemos que el martes empieza el COAC y esa es la palabra exacta que bastará para sanarnos.

Lo bueno de vivir en una ciudad enajenada es que ni los almanaques ni los relojes sirven para nada. La brújula solo marca una dirección y en los mapas solo hay un lugar marcado. Lo demás no importa porque en este peregrinar eterno, en esta cola que nunca termina, el tiempo no existe y el espacio tampoco. Que se lo digan a Carmen Mateos, que por tercer año consecutivo ha vuelto a ser la primera de la fila; ostenta el título sonriendo –como esta ciudad, antes de– y lleva a gala que tras comerse las uvas, se puso en marcha, con la fe del carbonero. Sin saber el día, ni la hora, «mis padres piensan que estoy loca», dice tan contenta, «pero me respetan». Claro, ya se sabe cómo somos los padres, que hacemos cualquier cosa por nuestros hijos; la primera noche, su madre le llevó la cena desde Puerto Real, y al segundo día se presentó allí con el café recién hecho para que no le faltara de nada a su niña. Ni a su niña, ni a los que acampaban en distintos puntos de la ciudad como miembros de una secta secreta. «Aquí estamos los mismos de todos los años –relataba orgullosa– y nos llevamos todos muy bien». Tan bien que, cuando el Ayuntamiento tuvo a bien designar el santo lugar, se trasladaron hasta allí y respetaron el orden de las distintas colas. Inaudito, dirá usted. Y dirá bien. Porque en esta ciudad enajenada, lo del respeto y lo del turno no va mucho con nosotros, la verdad.

Lo bueno de vivir en una ciudad enajenada es que da lo mismo que la cabalgata de Reyes tenga siete o diecisiete carrozas, –me gusta mucho ver los bocetos de las carrozas para constatar que no es lo mismo la realidad que el deseo–, que trate de los cinco continentes –podría haber sido peor, mire usted lo de Manresa y los lazos amarillos– o de las tres virtudes teologales; que se adelante o se atrase la hora, que recorra la Avenida o la Alameda… porque lo importante ha pasado. Y lo importante es que, a las diez de la mañana del pasado miércoles, y mientras los más de quinientos valientes de la fila coreaban «qué bonito está mi Cai, qué bonita es mi ciudad…» –el talante, que decía Zapatero- había 12.000 personas conectadas a Internet buscando una entrada para las preliminares del COAC. La madre de Carmen Mateos piensa que su hija está loca. Yo, con todos mis respetos, también.

Porque una cosa es el Carnaval y otra muy distinta el concurso, y en eso estamos todos de acuerdo. Y por eso, nunca me cansaré de preguntar qué extraño mecanismo se activa en el cerebro colectivo para que todos, a la vez, perdamos la cabeza. Quizá algún estudio de alguna universidad de cuarta fila de los estados centrales norteamericanos podría llegar a explicarlo. Pero mientras, de nada sirve que el paro haya bajado en la provincia, de nada sirve que el IBI se congele o se descongele, y de nada sirve perder «con dignidad» –la dignidad aplicada a los perdedores es siempre muy hispánica– un partido de fútbol, de nada sirven las prevenciones contra la gripe; el concurso empieza el martes y ya no hay otra cosa de la que hablar.

En el fondo me encanta vivir en una ciudad enajenada. En una ciudad que canta para espantar sus males y que juega a ser cigarra cuando debería ser hormiga. En una ciudad que se rinde cada año a la locura, saboreando su derrota. «La locura –escribía John Dryden– es un placer que solo el loco conoce». Y algo de eso hay, si no, no salen las cuentas. Calcule los precios de las entradas y el número de localidades vendidas. Multiplique, e intente cuadrar este círculo vicioso. Y luego, piénselo con frialdad. Acudimos a la llamada de un nombre, de un premio, de una leyenda, de un rumor, sin saber nada más. Eso es fe.

La fe de los que cada año renuevan, no su repertorio, sino un compromiso con la eternidad. Una manera de ser que no tiene más explicación que la de hacer cola para jurar año tras año, que estamos completamente locos. Que nos podrán quitar el pan, la vivienda, el trabajo, y hasta la dignidad.

Pero que seguimos aquí. Y que vuelve el COAC. Y eso, sí que no nos lo quita nadie. Empieza el espectáculo, así que apague su teléfono móvil, quítese el reloj y disfrute.

La nave de los locos

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación