José Manuel Hesle

Mundos conectados

Los abundantes relatos publicados por los judíos que lograron sobrevivir al Holocausto, hacen referencia a una figura de especial interés en aquellas terribles circunstancias

José Manuel Hesle

Los abundantes relatos publicados por los judíos que lograron sobrevivir al Holocausto, hacen referencia a una figura de especial interés en aquellas terribles circunstancias. Hacinados y sin apenas espacio para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtra por las grietas del techo y sin alimentos, miles de condenados cruzan Europa en los trenes de la muerte con destino a los campos de exterminio. Muchos perecen en el trayecto por la sed, el hambre, la asfixia, el agotamiento o la enfermedad. Los vagones, en los que se amontonan ancianos, mujeres y niños, disponen de unos reducidos respiraderos en la parte superior que, además de hacer más leve el hedor nauseabundo que provoca la carencia de higiene, permiten conocer si es de día o de noche. Detalle que para aquellos desdichados tiene una enorme importancia. Coinciden en señalar, quienes recuerdan semejante calvario, como en cada vagón se elige a una persona para subirla hasta el ventanuco y que desde allí cuente lo que divisa. Los oteadores, encaramados a los deteriorados cuerpos de sus compañeros, intentan describir lo mejor que saben todo cuanto sucede fuera. El lugar en que se paran, por donde pasan y las gentes que ven. Refieren estos cronistas que no todos los elegidos sirven para la tarea, por lo que se ven obligados a cambiarlos con frecuencia. Cuentan que algunos de los oteadores, cuando distinguen la luz del sol o de la luna o escuchan los ladridos de un perro o el rumor de un arroyo bajo los raíles, se quedan sin fuerzas para hablar. Otros intentan pronunciar alguna palabra y, al instante, rompen a llorar. Los hay que, incapaces de soportar la tensión, abandonan su cometido pensando que es preferible negar la existencia de una realidad diferente a la que padecen y de la que, entienden, resulta inútil escapar. Sin embargo, unos pocos logran adquirir la destreza suficiente a costa de doblegar sus emociones. Pero solo consiguen el reconocimiento del colectivo quienes aciertan a describir un mundo real, libre del horror, y con cierta capacidad para comprender que cuantos permanecen prisioneros en aquellas mugrientas jaulas rodantes también son humanos. Lo que les induce a confiar en que el injusto cautiverio podría tener un pronto final.

El terrible hecho, del que Félix de Arzúa echa mano, en su Diccionario de las Artes, denota, por encima de todo, que nuestra existencia se desenvuelve entre mundos antagónicos a los que solo logra vincular la certera mirada de un avezado oteador. Consciente, al tiempo, de la capacidad que poseen sus palabras para generar el atisbo de esperanza que precisan quienes le aúpan sobre sus escuálidas espaldas.

El enésimo caso de saqueo y expolio de lo público ha vuelto a enseñar la cara más repugnante de quienes se conducen desde el desprecio absoluto hacia el padecimiento ajeno y la codicia sin límites. En el colmo de la desfachatez se atreven, incluso, a responsabilizar a las víctimas de su propio infortunio. Más que complejo resulta - aquí y ahora - otear esa otra realidad que nos envuelve sin que la rabia nos retorne la voz y nos seque las lágrimas.

Frente a tan imperdonable crimen solo el grito unánime de la indignación puede suponer una respuesta adecuada. Un clamor que exija un nuevo marco legislativo que contemple la restitución plena de lo robado, la compensación hacia los damnificados y la perpetua inhabilitación social de los malhechores.

Dos mundos irremisiblemente conectados el uno al otro. Consecuencia directa el uno del otro.

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