Miguel Ángel Sastre
Cicerone
Cuando alguien a quien aprecias visita tu ciudad es común prepararle un plan que le haga conocer los rincones más especiales de la misma
Una de las experiencias más bonitas que existen es poder enseñar algo que te gusta, a lo que tienes cariño y que conoces bien a otras personas.
Ya bien sea conocimiento, una película, un restaurante, una canción o una ciudad, ser el descubridor de algo ... para otros es, sencillamente, único.
Cuando alguien a quien aprecias visita tu ciudad es común prepararle un plan que le haga conocer los rincones más especiales de la misma. Cultura, gastronomía, lugares y marcos para fotografiar. Incluso, aunque no hayas nacido en esa ciudad, cuando vives en un lugar y alguien viene a visitarte, sueles hacer lo mismo. Disfrutar esos días enseñando lo que, en el transcurso de tu vida, has ido conociendo.
Hay ciudades que, en sí mismas, quienes habitan en ella tienen un carácter históricamente acogedor. Un gen innato de cicerone que hace que estemos habituados a mostrar las entrañas de aquellas calles que nos han visto crecer. No hay satisfacción más grande que ver cómo esos visitantes disfrutan y quedan prendados de lo que ven, comen y sienten. Los gaditanos somos ejemplo de eso.
Y es que, no hay mayor orgullo para un gaditano que ver cómo cada vez más personas vienen a Cádiz cada año. Personas que se enamoran de nuestra ciudad. No hay mayor orgullo que ver cómo la Alameda, el Campo del Sur, la Catedral o la Caleta concentran las miradas de deseo de personas venidas de todo el mundo y de todos los rincones de España. Porque los que hemos nacido aquí sacamos, también, pecho cuando alguien prueba unas buenas patatas aliñás, un dobladillo o unas tortillitas de camarones recién hechas.
Sin embargo, al igual que sentimos orgullo, a veces, sentimos vergüenza ajena. Porque Cádiz, especialmente su centro urbano, cada vez está más sucio y descuidado. El orín, empieza a imponerse al olor a bajamar en algunas de sus calles. Y la mugre acumulada parece un molusco más de los fósiles que componen los sillares de piedra ostionera. Los pavimentos reventados e incompletos son la tónica habitual, en vez de ser la excepción. En definitiva, tenemos una materia prima incomparable, pero se nos está pudriendo poco a poco.
Algunos no lo quieren ver. Defienden, incluso, la tesis de que la ciudad siempre ha estado así, que esa decadencia es algo inherente. Que las basuras acumuladas en los cubos de las playas son parte del paisaje y de los atardeceres mirando al Castillo de San Sebastián. Que el pavimento lleno de orificios como si fuesen madrigueras hechas por topos junto al monumento de Paco Alba son un atractivo más del entorno. Esos mismos que dicen que Cádiz está mejor que nunca son los que si gobernasen otros no dejarían pasar ni una.
A pesar de eso, los que tienen un pensamiento algo más racional y objetivo, incluso teniendo ciertas diferencias con quienes gobernaban la ciudad hasta la mitad de la década pasada, reconocen que Cádiz no estaba en estas condiciones tan lamentables desde hace más de 25 años. Que todo lo que se avanzó, corre el riesgo de desaparecer. Porque en la acción política, lo que otros dejan, por muy bien hecho que esté, si no se cuida, suele esfumarse y destruirse.
Por tanto, ya no es cuestión de que queramos ser un destino turístico de primer nivel. Es cuestión de orgullo, de amor propio y de no tener de qué avergonzarnos cuando nuestros amigos y seres queridos vienen. Porque Cádiz es una ciudad idílica para ser visitada y para estar orgulloso de ella. Es una ciudad de ensueño para hacer de cicerone y hacer que otros se enamoren de ella. En cambio, cualquier ciudad puede perder su encanto si no está en condiciones óptimas. Cualquier día soleado puede estropearse si las nubes salen y tapan su belleza. Y es que, la plata de Cádiz está dejando de brillar y se está convirtiendo en una taza llena de suciedad. Y la plata, por muy buena que sea, cuando está sucia no vale para nada.
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