Ver marchar cosas
Hay juventud en hablar sobre los viejos y senectud en discurrir sobre los chavales
Hay juventud en hablar sobre los viejos y senectud en discurrir sobre los chavales. Yo me he hecho mayor escribiendo esta columna, o quizás ayer tarde en los ecos de la voz de Patxi Andion sobre los recuerdos sobrevenidos de la infancia. Tal ... vez en la constatación al hablar de los chavales de que, sobre los chavales, ya solo hablan los puretas. He renegado de muchas de mis costumbres, pero quizás la renuncia más evidente haya sido liberarme del tabaco y de la melancolía que habita en el paso del tiempo y su circunstancia. Leo con distancia a esa gente que se queja de que ayer estaba en el after con los ojos como frisbees y hoy una buena noche de viernes supone quedarse en casa sin acudir a urgencias con la bronquiolitis del bebé. ¡De eso se trataba! Me inspiran poco siquiera aquellos guardametas de las horas y los días que se quejan de que sus hijos hayan crecido pronto. En realidad, la vida consiste justamente en que tus hijos crecieran a la velocidad de un bosque amazónico. Que un día no mirara atrás a la entrada al colegio, que otro día no te cogiera la mano. Algunas veces me gustaría conversar con uno de esos tipos y decirle que las otras alternativas a que tu hijo se convierta en un jugador maorí de rugby de dos metros que pasa por casa como pasa por boxes y que te mira como si fueras un director general de un ministerio, que las alternativas a todas esas cosas, digo, son mucho peores. El corazón que el martes latía como una galaxia enloquecida en la pantalla gris de la ecografía y que nacerá por San Isidro se pirará de casa pasado mañana y no será una pérdida, sino un triunfo. Estamos aquí para ver cómo se marchan las cosas. Los que se lamentan de haber enterrado a todos sus amigos no saben que todos esos amigos hubieran dado lo que sea por seguir en este mundo aunque sea despidiendo amigos. Convertirse en un viejo es un engorro, pero sigue siendo la mejor de las opciones.
Con la distancia senecta uno empieza a mirar con cierta distancia las cosas que hacen los jóvenes. Ya solo el hecho de concebir que los jóvenes existen te confirma que no estás entre ellos. Desde la distancia del pollavieja que soy y que ya no se sienta en el suelo si hay una silla libre, veo niños y sus condiciones de maduración. Los primeros millennials, por ejemplo, que tuvieron una madurez manca. Se jactan en cada cena que vivieron en ese lejano oeste de la España de finales de los ochenta en la que uno jugaba solo en la calle. Estos tipos duros con treinta y algo no pueden viajar seis paradas de metro de pie y aparcan en sexta fila en la puerta del colegio pues les supone un quebranto cósmico andar tres manzanas. Decidme, hijos de la mercromina, ¿de qué mierda estáis hechos?
Luego están los niños y sus fronteras. Vivimos en un país en el que se pasa de niño a adulto en una gymkana. En este país, un chaval de doce años se considera bastante mayor como para cogerse un pedo y a uno de treinta y tres que sigue en casa estudiando su tercer master mientras su madre limpia portales, le seguimos llamando niño.
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