OPINIÓN

El Maradona que aquí sabemos

ANDRÉS G. LATORRE

Es una osadía decir algo de Maradona que no sobre. Por repetido, por común, por imperfecto. Maradona es para los argentinos un rey, una verdad inmutable sobre la que no cabe debate porque se asume que su reino no es de este mundo. Y a quien luzca el pasaporte extraplanetario se le permite todo, ya sea resucitar, insistir en llamar a casa pese a no tener tarifa Vodafone o, como hacía Alf, tratar de comerse al gato. El barrilete cósmico Diego Armando tenía música en el nombre y en la zurda y Maradona no puede escaparse de ella ahora que pretende pasar por un humano más. Lo que era Mozart ahora es canción del verano que, aunque irrite, suena pese a todo. Y la Argentina se sigue arrodillando a este Aserejé.

Maradona –prometo que es la última vez que escribo este nombre– no está solo en estos Olimpos que nos inventamos cada cierto tiempo. Si les digo ahora que voy a llevar la comparación a Cádiz, me juego una ‘convidá’ a que ya saben de quién les voy a hablar. Comparte con el Diego continente e incontinencia libertaria, además de un pelo que parecía guiar al balón cuando aún todos podían correr. Como con Maradona –vaya, qué fácil es quebrar las promesas cuando de dioses se escribe–, su nombre no se puede mentar en vano en este Río de la Plata del 3x4 que es la Bahía y su recuerdo mezcla sacramentales jugadas con evangélicas juergas que hasta los más ateos recitan de carrerilla. Como él, no tuvo miedo de los charcos, ya fuera para cruzarlos, beberlos o meterse en ellos. Su nombre evoca veneración seguida de un perdón que no reclama y que seguramente tampoco merece. Porque a los dioses no les preocupa lo que de ellos piensen los humanos. El Salvador, no será la última vez que ocurra, no tiene quien le salve y le sobran los buenos ladrones que quieren coger atajos para sus personales paraísos.

En la Buenos Aires pequeñita, donde el tango es el tanguillo y los nuevos perones quieren dar el mate y el jaque tras veinte años que, dicen, fueron demasiados, también nos inventamos nuestros dioses, ya lleven coronas de espinas, pitos de caña, bastones de alcalde o pelotas de cuero.

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