El mar empieza aquí
«... parece que de aquel cartel que lucían los autobuses antiguos con un más que repugnante «Se prohíbe escupir» nos hemos olvidado demasiado pronto»

Una, que es de natural peliculera y hasta cierto punto idealista, tenía como una de sus citas míticas aquella del mayo francés que decía algo parecido a «debajo de los adoquines está la playa». El mayo –así, sin apellidos-, ya lo sabe, fue la última ... utopía de un siglo XX que había pasado por dos guerras, por regímenes totalitarios, por acuerdos y desacuerdos y por una profunda crisis de identidad de la que aún nos estamos recuperando –o no, según se mire. Y fue, junto con el movimiento norteamericano en contra de la guerra de Vietnam, del que nacería el idealizado Verano del Amor, la mayor manifestación de que la sociedad civil también es capaz de hacerse preguntas, a pesar de saber que «The answer, my friend, is blowing in the win», que diría Bob Dylan, galardonado con el Nobel de Literatura por degeneración de conceptos.
«Seamos realistas, pidamos lo imposible» sonaba la arenga de Marcuse en aquel 1968, sin sospechar de lo que seríamos capaces de hacer, cincuenta años después, con la realidad y con todos los posibles imposibles.
Me acordaba de todo esto, de la realidad, del deseo, de los adoquines y de la playa, viendo la nueva campaña de Aguas de Cadiz, que pretende concienciar sobre la necesidad y la importancia de cuidar y mantener las redes urbanas de saneamiento. De cuidar y mantener las cloacas de nuestra ciudad, de las que se han extraído, en lo que va de año, más de seiscientas cincuenta toneladas de residuos sólidos –de las que dos tercios son toallitas higiénicas, por cierto-, lo que nos debería llevar, más que a una campaña, a una reflexión colectiva sobre los hábitos que tenemos. Porque parece que de aquel cartel que lucían los autobuses antiguos con un más que repugnante «Se prohíbe escupir» nos hemos olvidado demasiado pronto. Somos bastante menos limpios de lo que nos imaginamos, por mucho que vayamos con la botellita de agua jabonosa –o lo que quiera que contengan los recipientes que completan el dress code de cualquier paseante de perros- o por mucho que hagamos el intento de buscar una papelera antes de tirar al suelo papeles, colillas o envoltorios. Y en el fondo seguimos haciendo lo que nos da la gana, arrojando toallitas húmedas –biodegradables cuando pasen doscientos años- al inodoro y tirando por las alcantarillas todo tipo de cosas. Cuidando solo lo que la suegra ve, que se decía antes, cuando éramos todavía más carpetovetónicos.
Y es que esto no es de ahora. Recuerdo, igual que usted, que en las alcantarillas de la calle Barrié crecían yerbajos –no verdín de la humedad, sino yerbas que hacían incluso el amago de florecer llegando la primavera- y que las de la calle Nueva rebosaban –no precisamente de alegría- en cuanto caían dos gotas, por no hablar de los olores procedentes de los husillos en cualquier calle del centro. Que en Francia, debajo de los adoquines estaría la playa, pero en Cádiz, lo que había era un submundo de porquerías bajo nuestros pies.
Por eso es interesante la iniciativa de Aguas de Cádiz, una empresa que no solo ha modernizado su imagen y semejanza, sino que ha liderado campañas que han calado bastante en la ciudadanía, como la de las fuentes callejeras –pese al diseño que se supone inspirado en el acueducto gaditano- o la del agua del grifo. Campañas que han acercado el servicio a la gente y han contribuido a la conciencia de que el agua de Cádiz es de todos.
Ahora bien. Dicho esto, no me resisto a comentar lo pretencioso y desproporcionado que me resulta lo de las placas –cincuenta placas- de latón que se han colocado esta semana junto a los husillos gaditanos con la inscripción «No arrojes nada. El mar empieza aquí». Y eso que, aplicando la justicia poética, me parece un lema encantador y sugerente, tanto como el del mayo y las playas, por lo que tiene de metafórico. Pero, por el mismo motivo, me parece un tanto alarmista y apocalíptico. Cádiz, la ciudad donde el mar empieza en las alcantarillas no es un reclamo muy atractivo que se diga, porque independientemente de que seamos o no unos incívicos y arrojemos a los sumideros públicos cosas que no deberíamos arrojar, una alcantarilla es lo que es. Y no hay que perder la perspectiva.
Fuimos una de las primeras ciudades europeas en contar con una red de saneamiento subterráneo; de hecho, cuando el conde de Maule describe Cádiz, allá por 1813, señala que «la ciudad está toda minada de conductos subterráneos, por los cuales se les dan salida a las aguas pluviales y a las inmundicias», refiriéndose al primitivo alcantarillado que conducía y arrastraba los deshechos al mar. Luego, el uso y las malas costumbres se encargarían del resto. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos; ahora somos unos incívicos que nos estamos cargando el medio ambiente y hasta el ambiente entero.
Pero el mar, por mucha placa de latón que lo diga, no empieza en las alcantarillas; el mar sigue en el mismo sitio, y me niego a acercarlo más. Que ya se encargará el tsunami de hacerlo.