Manuel Sampalo
Semana Sampa
No fue hasta que pasamos a la ESO, que mi padre nos acercó a Granada a que conociésemos la Semana Santa
Muchos no me creen cuando les cuento que no vi una procesión de Semana Santa hasta los once años. Viviendo en Andalucía parece algo impensable. Pero así es. Nosotros, mi hermana y yo, pasábamos las vacaciones –verano, Semana Santa y Navidad– en el cortijo familiar ( ... Daimuz Bajo), vecino al de los García Lorca (Daimuz Alto). Y como supondrán, por una cortijada rodeada de olivos y chopos de La Vega de Granada, no pasa ningún cristo ni ninguna virgen. El único paso que veíamos por Pascua era el de las orugas procesionarias que, como una ristra kilométrica de gusanos peludos, se arrastraban entre los pinos. Tenían algo de sagrado, ya que los mayores nos advertían: «¡Niños, no las toquéis!»
No fue hasta que pasamos a la ESO, que mi padre nos acercó a Granada a que conociésemos la Semana Santa ‒Muchos años después, había de recordar la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer los costaleros‒. Si no me equivoco, vimos a la Virgen de la Estrella subir la cuesta del Chapiz a la altura de la estatua de Chorrojumo, donde se bifurcan los caminos hacia el barrio del Sacromonte y el del Albaicín.
No a modo de reproche, al revés, pero sí de curiosidad, le comentaba el pasado día a mi progenitor lo de nuestro tardío estreno en el mundo cofrade. Él me respondió mandándome unas fotos por Whatsapp en las que se ve en primer plano a una niña de unos ocho años (mi hermana) portando una artesanal cruz de guía, a su lado un chiquillo regordete (el menda) con un palo de escoba a modo de cirio y un cucurucho de cartón blanco ladeado sobre la cabeza; a la izquierda están mis primas de Barcelona ataviadas para la ocasión y detrás nuestras primas mayores ‒Luci carga con una silla de enea en la que está sentada una muñeca a modo de virgen‒, quienes nos embaucaron para aquella estación de penitencia. ¿¡Cómo no me acordaba de que montamos una procesión en el Cortijo!?
Otros años posteriores nos llevaron a ver el Silencio de Granada, donde nos reíamos de una señora a nuestra espalda que era incapaz de callarse un segundo. Fuimos a Jaén a ¿recordar? nuestros primeros años de vida y de paso nos cruzamos con el cristo del Abuelo. La Semana Santa que dejamos de ir al campo, para sacarnos del capilleo, mi madre nos llevó a Roma. Sí, para alejarnos de la exaltación ‘semanasantera’ nos fuimos a Roma, ¡a Roma! En la ‘città eterna’ no vimos a ningún Fernando Pérez ni ningún Angelito ‘el aguaor’, pero sí vimos al Papa Ratzinger Z y nos encontramos a mi profesor de educación física frente a la Fontana.
Yo no busqué voluntariamente aquella fiesta hasta que llevado por las coplas de carnaval, ya en la universidad, me acerqué con un par de amigos a la cuesta de Jabonería a ver salir al Nazareno. En mi cabeza sonaba en bucle el «Señor de Cádiz, cristo gitano del barrio Santa María / vengo a rezarte con mi fe y mi alegría / en una copla de mi mundo, el carnaval»de la comparsa Huele a Romero y «El Nazareno greñúo / del barrio Santa María /sigue clavado hoy en día / por cinco flechas y un yugo» de Los Ángeles caídos.
Un par de años después, un Lunes Santo, fui a Sevilla con los colegas a ver algo… Nos pusimos hasta el capirote de cerveza y cubatas en un bar de Mairena y cuando bajamos a la plaza del Duque a ver una procesión, íbamos como el oso de la cabalgata. Mi amigo Ignacio había ‘secuestrado’ por el camino a un guiri de Massachusetts al que luego dejó en medio de la bulla «por pesao». Alvarito, que siente devoción por la policía, se pensaba que los capillas que iban trajeados y con un pinganillo en la oreja eran de la secreta: «¿No será que están escuchando Canal Sur Radio, picha mía?»
Un Miércoles Santo de otro año, a este mismo Alvarito, le reventé los dos neumáticos diestros de su coche, contra un bordillo de La Barrosa, al tomar una curva en modo rallye. Vendí la Play para pagarle los repuestos y, desde entonces, sin videoconsola en casa, me dediqué a leer.
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