Manuel López Sampalo
La vocación
Pregunto cuál es la clave para mantener tan buen humor y el brillo en los ojos: me responde que la ilusión
Voy por primera vez al fisioterapeuta: las cosas que tiene el arrimarse mucho a la treintena. Pensaba que sería un masaje aliviador y resulta que me clava unas agujas como banderillas en los trapecios y mis músculos responden con espasmos cual si recibieran pequeñas descargas ... eléctricas; me pellizca fuertemente los dorsales y el dolor me hace contraer la musculatura de la cara y la de los pies. Es M., casi recién licenciada, quien se encarga de mis maltrechos cuello y espalda. No es un masaje, repito, y no es una ganga la sesión, pero su profesionalidad y que me trate con tanto interés, dedicación y simpatía me dan ganas de volver pronto a la camilla de tortura. Le pregunto cuál es la clave para mantener tan buen humor y el brillo en los ojos: me responde que la ilusión y hace un pareado con la vocación.
El peluquero, J., tendrá mi edad, aunque por la tupida barba negra y la incipiente calvicie parece una década mayor. Se gusta y se nota, los treinta minutos que me corresponden como cliente se prorrogan hasta los cincuenta por su detallismo: la agenda se le agolpa como la de un psicólogo en semana de levante. Charlamos de su tema favorito: ¡los pelos! Y a él no hace falta que le pregunte por qué se le ve tan contento currando: un zarcillo que le cuelga en el lóbulo zurdo responde por él: ¡es una tijera dorada!
La camarera que nos atiende con tanta cortesía y diligencia no pierde la sonrisa, no rehúye las llamadas de los comensales y se mueve ágil entre mesa y mesa como una nadadora sincronizada. De la manga de su camiseta negra de uniforme se insinúa un tatuaje, cuando se acerca a la mesa me fijo bien y ¡quía!, la tinta dibuja un tenedor y un cuchillo. A F., veterano en el oficio, no le hace falta ningún tatoo, siempre dispuesto a la broma o al comentario futbolístico con cualquier cliente que entre a lo suyo: la barra es su tabla de salvación, lo que le mantiene a flote. A., en cambio, funge de camarero, pero no se le ve contento, porque su pasión no es llevar una bandeja sino el compás con una guitarra española: es un talento pulsando las seis cuerdas, pero a ver cómo va a comer de eso, se lamenta.
Es ingenuo, utópico, casi infantil el pensamiento. Pero asumiendo que cada persona tiene un talento, algunos más oculto que otros, qué bueno sería que cada cual pudiese desarrollarlo profesionalmente. La sociedad sería un puzzle bien encajado, un viento soplando a favor, un engranaje perfecto. Pero, claro, la demanda del puto mercado es impensable que se adapte a la vocación de cada uno. Aunque creo que es una obligación moral de cada persona, una vez descubierto lo que le gusta, lo que se le da bien, luchar por encajarse en lo suyo. Por su bien, sí, y no es egoísmo, porque sobre todo redunda en el bien social.
Lo rapeaba ToteKing a vueltas con el oficio de escritor en ‘Bartleby & Co.’: «No sé si me equivoqué de curro. Podría haberme dejado esas orejeras de burro
Seguir el signo, acabar el CAP, buscar un empleo fijo
Y ser una mierda de maestro pa’ el inútil de tu hijo».