Manuel López Sampalo
Mi semana Ómicron
Con el virus me he vuelto un poco republicano –no quiero oír hablar de coronas
Para un día que salgo de Cádiz al año, justo doy positivo en coronavirus. La próxima vez le haré caso a Pepe Lobo –«No voy más a ningún lao»– y a Blaise Pascal –«Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser ... capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación»–.
Fue el sábado, día 1 de enero y de mi santo, cuando amanecí con fiebre, en Granada, tras haber pasado la Nochevieja en casa de la abuela Marisa. Me hice el test de antígenos y ¡quia!, dos rayitas, estaba preñado: ya decía yo que esta talega que he echado no era sólo por los mantecaos de Estepa. En fin, por aminorar los riesgos y aumentar la comodidad, decidimos que lo mejor era confinarme en casa de mi hermana Almu, en Málaga. Quien me ha tratado de categoría.
Ella, que es médico y trabaja a diario con pacientes de Covid, se muestra inmune al virus hasta la fecha. Me tocó encerrarme en el cuarto de los invitados donde mi compadre Juancho me había dejado amablemente su portátil y un libro electrónico. Mas yo me puse a leer, poco concentrado y desordenadamente, unas novelas que le había saqueado a mi padre de su casa granadina: ‘La piel’, de Curzio Malaparte; ‘Dublinesca’, de Vila-Matas; y ‘Las partículas elementales’, de Houllebecq.
Es casual que los dos primeros títulos trataran el tema de las epidemias y de los encierros domiciliarios. No soy ningún sádico.
Si en ‘La piel’, Malaparte narra un Nápoles devastado física y moralmente por la II Guerra Mundial y por la epidemia de peste, que obligaba al confinamiento y hacinamiento de barrios enteros; en la obra de Vila-Matas el autor catalán califica al protagonista de ‘hikikomori’, un término que desconocía y que resultan ser esos chicos japoneses que se aíslan de la sociedad encerrándose en su habitación, embebidos en su mundo digital. Comprenderán que acabara centrándome más en la novela de Houllebecq: sexo y ciencia.
Cierto es que los dos primeros días me entretuve contestando mensajes y llamadas de familia y amistades en los que se repetía la pregunta de «¡cómo estás!». Luego ya dejas de ser la novedad.¿Qué como estaba? Pues me encontraba más o menos bien; los días los pasaba casi asintomático, con algo de pesadez muscular y leve dolor, casi picor, de huesos; y en las noches dormía como un bebé rollizo –uno de los síntomas es la hipersomnia– unas once o doce horas; aunque no fallaba la tiritona de las siete de la mañana que me obligaba a echarme otra manta por encima. Es cierto que despertar a la hora del almuerzo ha hecho bastante más llevadero el encierro.
Bueno, pues desde el minuto uno, mi hermana se apiadó de mí y fue dejándome cada vez más libertad por la casa –total, si no se había contagiado ya...–; eso sí, siempre con la dichosa mascarilla FFP2. Me recordaba a aquel cuentito de Julio Cortázar, ‘La casa tomada’, en el que dos hermanos empiezan a ceder espacio de su vivienda a un misterioso ocupante. En nuestro caso no sé si el invasor era yo o el virus.
Me quedé sin Reyes, claro. Y aunque yo con el virus me he vuelto un poco republicano –no quiero oír hablar de coronas– no pude evitar sentirme como el emérito, desterrado, al ver por la tele la maravillosa y fastuosa cabalgata de Cádiz: reflejo del auge y esplendor que vive nuestra ciudad. En fin, el Covid ya lo he pasado, y, si todo va bien, hoy regresaré a casa; pero Kichi aún tenemos hasta 2023... por lo menos.