Manuel López Sampalo
Partido de vuelta
Larra se mató con 27, y yo a esa edad me abrí Instagram
Decía un maestro que la ancianidad se notaba en las escaleras y en el sexo. Yo aún no he llegado a ese punto, pero ahora me obligo a estirar después de cada sesión de ‘running’ para que mi cuerpo no cruja como un pesquero antiguo. ... Tampoco, a la hora de las copas, se puede uno lanzar a tumba abierta como Alaphilippe bajando el Izoard, y voy con la manita en el (ibupo)freno pensando en la etapa de mañana. Además, he llegado a aceptar como crónica esta leve tripita patrocinada por Cruzcampo que, a diferencia de la curva Covid, no hay remedio que la aplane.
Siempre he considerado mi edad en relación a la de los futbolistas. Para mí fue un fracaso comprobar el día de mi 17 cumpleaños que aún no había debutado en Primera División, pero es que ni siquiera era titular en el equipo de fútbol sala del colegio. Ahora, desengañado, estoy en esa cifra en la que a un jugador de fútbol están a punto de endosarle ese calificativo tan demoledor: veterano. En unos meses cumpliré 30, y hoy hay delanteros argentinos y nigerianos que se estrenan con el primer equipo del Barça sin haber perdido los últimos dientes de leche.
Los humanos, desde que encendimos el primer fuego, jugamos a ser dioses e intentamos cambiarle el paso a la naturaleza. No nos vamos a la cama con el sol ni nos levantamos con él; para algo tenemos las bombillas y las persianas. Digo esto porque también pretendemos domesticar la deriva biológica, y no asumimos que cuando se nos empieza a caer el pelo o las tetas ya hemos coronado el pico vital y solo nos espera una bajada: larga, prolongada gracias a la ciencia, pero descendiente. En vez de resignarnos con dignidad a que únicamente nos queda crecer en sabiduría, que no es poco, nos ponemos en manos de un peluquero de Estambul o de un cirujano plástico marbellí.
A mi edad, nuestros abuelos ya tenían prácticamente hecha la faena, por decirlo con términos taurinos. Con la treintena estaban más que casados, tenían tres o catorce niños, un empleo estable, una casa en propiedad y les faltaban dos letras por pagar del ‘Seílla’: «Compro vocal». Ves sus amarilleadas fotos del viaje de novios a Galicia o a Tenerife y por más que te lo repitan te niegas a creer que ahí tuviesen los mismos años que tu primo el que hace el gilipollas por Tik-Tok. Hoy llegamos a los 30 con una cuenta en Tinder, una suscripción a Netflix y un patinete eléctrico plegable. Larra se mató con 27, y yo a esa edad me abrí Instagram.
Aunque pueda parecerlo, con esto no pretendo decir que la generación de mis abuelos fuese mejor que la mía: eso es un tramposo lugar común. Solo quiero constatar las diferencias. Somos fruto de unas circunstancias socioeconómicas, y tan injusto sería culparnos a nosotros mismos por ser unos acomodados y eternos adolescentes, como culpar a nuestros padres por empeorarnos la herencia que les fue legada por sus progenitores. No se trata de buscar culpables ‒¿culpables de qué?‒, sino de encontrar una solución.
¿Una solución a qué?, me pregunto yo ahora. No lo sé, de momento a este artículo. Esperen que se me ocurra algo… ¡Ah, ya!, que todavía me queda un verano como veinteañero y pienso apurarlo, como ese tópico protagonista de película al que le dan tres meses de vida y se hace una lista de deseos a cumplir. De momento voy a empezar a fumar. Ya luego, si eso, me preparo para La Vuelta a España, que creo que como Alejandro Valverde o Nieto Jurado aún tengo una grande en las piernas.